Jorge Lara Rivera
Hay, desde luego, motivos más que sólidos para el hartazgo ciudadano y es libre cada quien de asumir su inconformidad como quiera, allá cada cual con su derecho; pero esto del voto en blanco, o su anulación, recuerda demasiado la campaña del pasado septiembre, cuando con desinformación se instaba a poner –en plenas fiestas patrias– banderas blancas en las casas, y también a esas marchas de blanco promovidas por el sector empresarial con motivo de un “México unido contra la violencia”, la delincuencia o las tarifas eléctricas y las de “iluminemos México” y otras más, todas con elocuente consecuencia: nada.
Ciertamente el que un conductor de noticiero, como Carlitos Loret de Mola, anuncie que anulará su voto no tiene mayor importancia; pero cuando analistas de peso y prestigio como Sergio Aguayo Q. se pronuncian en semejante sentido, la cosa inquieta.
Lo que de plano no se puede creer es el inevitable oportunismo de algunos urgidos y ardidos que con pasmoso cinismo pretenden erigirse en jueces impolutos y aprovechar la circunstancia (y, créalo, no es nada grato coincidir con reparos formulados por alguien como el Chucho Silva-Herzog M., a quien, por haber escalado los más altos y diversos puestos y encargos públicos y partidistas, sin pasar por las urnas, siente holgura llamando a apoyar el voto nulo; o en las antípodas, a la que, persiguiendo el poder, buscó candidaturas con mañas de toda laya hasta en otro partido y realizó actividades de puerta en puerta para limosnear el sufragio y no ignora lo que valen, por haber defendido los suyos hasta con regueros de huesos frente a la autoridad electoral.
Al colocarse en tal posición, de “Después de mí el Diluvio”, esa gente erosiona su ya menguado ascendiente social y caen en descrédito al exhibir una soberbia mesiánica.
Lo peor es que, si bien, intentar hacer real la hipotética situación imaginada por José Saramago en su “Ensayo sobre la lucidez” tiene ya responsables, algunos con nombres y apellidos, por lo que no se necesitará fabricarlos, apenas se puede creer que la medida responde a la inocente e idealista motivación externada por varios de ellos y que alguno sostiene sinceramente.
Es bastante probable que el rastro de esta campaña, estéril en términos prácticos, desemboque en intereses groseros y nada cívicos de aquéllos que dejaron de beneficiarse con las millonadas que por publicidad de los partidos ingresaban a sus arcas. En otras palabras, independientemente de la obvia mezquindad de los ardidos, acaso se persigue “desfondar” (en varios sentidos) a las agrupaciones políticas por simples razones de dinero y avasallarlas con la demostración de poder fáctico y de potencial amago. Convendría reparar en ello ante el impulso de sumarse acríticamente a esta iniciativa.
Seguramente el pueblo es capaz de imaginar formas de repudio y resistencia civil más creativas para obligar a cambiar el estado de cosas y obligar a una nueva y muy necesaria reforma que restituya garantías constitucionales y derechos políticos confiscados por el ordenamiento actual de la materia, sin tirar por la borda todo lo alcanzado a lo largo de tantos y tantos años de bregar en el perfeccionamiento de nuestra peculiar democracia.
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