Joaquín Ortega Arenas
¿Por qué somos tan pobres? Es una pregunta que vive en nuestros labios y en los labios de nuestros antepasados. No le encontramos respuesta. El conocimiento que tenemos de nuestra historia es muy escaso, y nuestra memoria histórica muy corta.
Las raíces de nuestra miseria, creo, se remontan a la llegada de nuestros conquistadores. Antes de ella, los habitantes de estas tierras vivían mejor. Dentro de las limitaciones naturales a su escaso desarrollo tecnológico, que no científico. En este campo llegaron a alturas que en la actualidad no han sido igualadas. Hoy, el mundo entero se prepara para presenciar un fenómeno astronómico, el acercamiento de Marte a la Tierra, que los mayas tenían ya previsto y escrito desde el siglo XII de Nuestra Era, precisamente para un día que para nosotros es el veintiocho de agosto de dos mil nueve. No creían en el Dios de los cristianos; no conocían las armas de fuego ni la pólvora; no tenían animales de “tiro”, pero midieron el tiempo en forma más exacta que los europeos. Conocían y dominaban la arquitectura, la escultura, la pintura, la literatura, (alguna vez comparé la poesía del Marqués de Santillana con la de Netzahualcóyotl, ambos nacidos a mediados del siglo XIV, con una terrible desventaja para el hispano). Los adelantos en medicina y cirugía no son ni siquiera comparables con los de allende el mar. Vivían comunalmente. Todos, absolutamente todos, tenían acceso a los campos de cultivo. Todos, absolutamente todos, podían construir el “Xacalli” necesario para sus familias. Tenían “Calmécac” para la preparación y educación de todos, pero…
Llegaron, “de allende el mar” los hombres blancos y barbados que tenían caballos y bestias de tiro, pólvora, armas de fuego y dominaban el arte de la guerra y, lo primero que hicieron, apoyados en su poderío bélico, fue “expropiar”, por decirlo así, todas las tierras de este continente y escriturarlas a favor de la Corona de España. De golpe y porrazo incorporaron al comercio lo que era propiedad comunal y los “naturales” se quedaron sin tierras en donde sembrar, de solares en los que construir su “Xacalli”, y empezó nuestra miseria. Ya dentro del comercio, la tierra, base de la vida, se dividió en parcelas “de pan comer”, exclusivas para los naturales, que tuvieran un producto limitado a mantener a una familia de cinco personas, y “de pan vivir” para los conquistadores. La Corona dividió las tierras y las donó a los conquistadores, incluyendo a los naturales que vivían en ellas, como si se tratara de bestias. “La encomienda” llamaron a ese sistema, cuyo objeto principal, era, dijeron, “la evangelización de los indios”. Las protestas y la guerra interna no se hicieron esperar, por lo que con la intervención de distinguidos caballeros civilizados, el Rey optó por otorgar “mercedes” a los naturales, permitiéndoles el uso de las tierras que les habían sido arrebatadas. La miseria de nuestros antepasados se prolongó durante trescientos años. El Clero fue de los principales beneficiados con las tierras donadas por la Corona, y se formaron grandes latifundios propiedad de conquistadores y eclesiásticos que empleaban a los “naturales” como “mano de obra esclava”.
La guerra de independencia no tuvo al fin ningún resultado en favor de los naturales despojados por la conquista de sus tierras, de sus creencias, de su individualidad. Más del cincuenta por ciento de los hoy “mexicanos” siguieron viviendo y viven aún en la más profunda miseria. Durante la Reforma, una medida destinada a limitar las propiedades y privilegios de la Iglesia, la Ley de Desamortización de bienes de manos muertas, (Ley Lerdo), tuvo un efecto contrario. En nada afectó a la Iglesia que se valió de testaferros para conservar sus bienes y privilegios y, en cambio, tuvo efectos catastróficos para las comunidades indígenas. Los bienes comunales se consideraron de manos muertas “porque no estaban dentro del comercio”, y… durante el porfiriato se crearon “Compañías Deslindadoras” que se dedicaron alegremente a vender esos bienes. Como era de esperarse, vino la “revolución”. La ley del 6 de enero de 1915 trató de paliar el daño, restituyendo a las comunidades sus propiedades, y se inició lo que pomposamente llamamos “La Reforma Agraria”, que tuvo un triste fin cuando durante el sexenio delirante 1934-1940 en medio de un mar de demagogia, (cuando Cárdenas nos dio la tierra), “se parcelaron las comunidades y los ejidos”. Los campesinos miserables, sin posibilidades de convertir siquiera en tierras de “pan vivir” sus exiguas parcelas, se han venido refugiando en las grandes ciudades formando cinturones de miseria infrahumanos en ellas. Nos ufanamos, ¡ah ilusos! de que México es la Ciudad más poblada del mundo. Ningún empleo, ningún oficio, ninguna ocupación, honesta o deshonesta nos garantizan siquiera el “pan vivir” colonial. De lo poco que obtienen los parias, las autoridades les quitan hasta el ochenta por ciento en impuestos, derechos, IVA, multas, recargos, etc. Naturalmente, nunca pueden tener un techo en que vivir.
Las clases “medias”, no están muy lejos de estas condiciones de vida. Tal vez comen mejor, pero no pueden tener techo propio en que guarecerse. Compran a crédito y se convierten en esclavos de los bancos, que los esquilman todavía más que el mismísimo gobierno, y todavía nos preguntamos ¿Por qué somos tan pobres?
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