Laura Bolaños Cadena
A la Revolución le debemos muchas cosas, entre ellas el gran avance educativo y cultural. En el terreno de la creación artística, sin que dejara de haber algunos antecedentes dignos de tomarse en cuenta, la verdadera escuela mexicana de arte surge con el gran impulso que le dio la Revolución. Literatura, pintura, danza, etc., tuvieron espectacular despegue a partir del triunfo del movimiento armado. El desarrollo de la educación fue notabilísimo y la UNAM llegó a destacar entre todas las universidades de nuestra América. Primaria y secundaria elevaron sus niveles en cantidad y calidad, y lo que es muy importante: se abrieron todas las puertas de la educación oficial a las mujeres, cosa que si legalmente no estaba prohibida, de hecho se les negaba confinándolas a espacios reducidos debido a las costumbres. En esto, como en muchos otros aspectos, al cambiar las condiciones comenzó un gran cambio. El conservadurismo de la sociedad mexicana presentó resistencia que se fue venciendo con el tiempo. La educación física y el deporte también fueron muy favorecidos por el impulso oficial.
Algo en este rubro es una de las mejores herencias que hemos recibido de aquella gesta: el laicismo. No es posible dejar de lado el enorme beneficio que trajo a la sociedad mexicana al obligar a una tolerancia que entre nosotros no existía. La religión católica, como todas las religiones monoteístas, es excluyente: la única verdad es la mía y las demás no tienen derecho a existir. Si bien la Iglesia había recibido ya un golpe durísimo con el triunfo de la Reforma Liberal juarista – lucha que costó una cruenta guerra civil y una intervención extranjera- volvió por sus fueros con el gobierno porfirista que no derogó las Leyes de Reforma, pero toleró pacientemente que se incumplieran siempre y cuando la Iglesia lo apoyara.
Sólo el triunfo de una nueva lucha armada volvió a constreñir a la institución religiosa a sus ámbitos propios y a obligarla a respetar los ajenos. La libertad de cultos fue otro golpe para el antes omnipotente y omnipresente catolicismo. No fue fácil; imponer la educación laica costó tiempo y esfuerzos pues la propia población hacía resistencia. Esta resistencia a las nuevas leyes originó la Guerra Cristera que sólo pudo terminar con arreglos entre el gobierno y la jerarquía eclesiástica. Pero el fanatismo religioso de los mexicanos se fue limando. Hoy al amparo de otras condiciones resurge en algunos puntos, pero en términos generales es impensable una guerra civil o levantamientos por motivos religiosos y cada vez más nos acostumbramos a la presencia de otros credos, así como a no asustarnos porque alguien se declare ateo.
La Ley Federal del Trabajo otorgó derechos que estaban negados a la clase trabajadora. A los que todavía añoran los “tiempos de Don Porfirio” se les olvida que las jornadas de trabajo alcanzaban doce, catorce y hasta dieciséis horas; no existía el derecho de huelga y las asociaciones de trabajadores apenas llegaban a ser mutualistas, de apoyo entre ellos mismos. Los partidos políticos empezaron a formarse en la última etapa del porfiriato y eran perseguidos los que se salían del gusto oficial.
También en este terreno se abrieron los espacios para la mujer, cuyo trabajo fuera del hogar era mal visto –con excepción de las de las clases necesitadas que trabajaban en servicios o como obreras en fábricas, más explotadas que sus compañeros-. Se cumpla o no se cumpla, el precepto “a trabajo igual salario igual”, también fue postulado por la LFT. Vacaciones, jubilación, eran algo impensado. La atención a la salud, hoy derecho indiscutido de los trabajadores, era atendido con anterioridad por el gobierno de forma muy precaria y sobre todo por asociaciones privadas y religiosas “de caridad”. El Seguro Social, ¿será necesario decirlo?, es otro de los beneficios recibidos de la Revolución. Hoy, lo que no nos parece natural es que se nos desatienda.
Libertades personales que también nos parecen algo natural, fueron impuestas desde arriba y también, en principio, rechazadas por la población, como el divorcio. Éste fue muy tardíamente aceptado por la sociedad. Las mujeres divorciadas eran mal vistas; peor quienes se volvían a casar. Acuérdense de la cancioncita que se escuchaba todavía no hace mucho: “Pero el divorcio, porque es pecado, no te lo doy”. El sólo matrimonio civil era visto como “amasiato legalizado”.
Hay avances que ya no pueden ser echados atrás; pero hay otros que -además de los incumplimientos y atropellos de siempre- han sufrido enormes retrocesos, sobre todo muchos en los que se basaba nuestra independencia económica y que hoy nos han sumido en la crisis más grave que hemos sufrido en decenios. Tras revisar las ganancias, vamos a ver cómo empezamos a perder.
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