Ricardo Robles O.
La discriminación sobre los pueblos indios lleva siglos ya, y más de lo que reconocemos o quisiéramos, se ha instituido como una política razonable, aceptada por las autoridades. Denuncias, reclamos o intereses indígenas son tópicos a ignorar, para olvidar. Mientras más se derechizan los gobiernos, aumenta el desdén por los asuntos de indios, como si ese fuera el trato normal, algo que así debe ser. Los indígenas van siendo para ellos vestigios del atraso desechable, no más.
Desde el inicio del sexenio actual, la militarización propagandeada, con ocasión o sin ella, hizo temer lo peor. Venían tiempos autoritarios de un gobierno que iniciaba su ejercicio con debilidad congénita y sin clara aceptación general. Desde entonces se han ido confirmando los temores; más aún, al parecer se va perfilando tal manera de gobernar. Hay rasgos comunes en el tratamiento de muy diversos casos.
No sólo van actuando así sobre los pueblos indios -pero sí especialmente-, como con ratones de laboratorio, para que toda la nación (no indígena) aprenda en carne ajena las cautelas y provechos del disentir o el asentir. Un caso que casi lleva seis meses de iniciado y tres de cancelado nos ayuda a considerar esto. Es una historia que se trastocó, se enmarañó, se manoseó políticamente sin pudor alguno. La tomo aquí en memoria de una dignidad personal y colectiva que fue ultrajada por el gobierno.
El caso de la señora Ernestina Ascensión Rosario, indígena nahua violada y asesinada, como bien parece creíble tras la confusión mediática, fue ampliamente difundido -casi publicitado-, tanto que parece diseñado, o al menos usado, para divulgar un mensaje del Poder Ejecutivo a la nación. El mensaje busca atemorizar dejando claro que se gobernará con diversas violencias. Primera, el gobierno se impondrá como él decida y con la fuerza del Ejército. Segunda, nadie cuestionará las acciones de las fuerzas armadas, aunque sean criminales. Tercera, los derechos humanos se subordinarán al Estado y nadie podrá invocarlos contra él. Cuarta, la verdad será definida por el Ejecutivo: ni los hechos ni los testigos ni las investigaciones tendrán valor. Quinto, los medios habrán de ser obsequiosos al hablar o al callar.
En este caso todo eso sucede y se maneja a placer. Cuando ya todo apuntaba a la impunidad simple y acostumbrada para el Ejército, el Presidente interviene con una declaración gratuita, sobre una investigación inconclusa, diagnosticando "gastritis". Los actores empiezan a cambiar sus posturas previas, a negociar o claudicar, casi todos. Proliferan las declaraciones contradictorias, se lava la imagen del Ejecutivo, se activan los oportunistas, se silencia e incomunica a las víctimas, se ignora a los testigos, se encubre y disculpa a los delincuentes, se arrebata el aval de las autoridades discrepantes, se crea toda la confusión posible para que los más se harten y olviden, o acaten la versión oficial. Y luego, que todos callen cuando oficialmente se cierra el caso.
Algunos casos han sido más conocidos, pero eso mismo va sucediendo en muchos, al menos en buena parte. Como ejemplos: los crímenes, violaciones, represiones, torturas y más en los conflictos de Atenco y Oaxaca, la masacre de Viejo Velasco Suárez, el asesinato del ecologista Aldo Zamora, el hostigamiento a múltiples adherentes de la otra campaña, a los defensores de la naturaleza y los opositores a La Parota, el disimulo ante los desaparecidos y los presos políticos... Es el desdén para los indios como política de Estado.
Otros casos ampliamente difundidos también revelan esos rasgos recurrentes del gobierno actual. Están ahí los sabotajes a Pemex, los gobernadores blindados, los dólares de Zhenli, las empresas mineras solapadas, los tráficos de influencias... Así se desdeña a la gran mayoría de los mexicanos.
El gobierno federal deja ver su miedo creciente. Falto de autoridad moral, obstinado en mantener su control del país con miedos que no logra instalar, parece relegar un ámbito cuidado tradicionalmente: el de la opinión internacional. Además de maneras descorteses, parece que ha decidido exhibir sus desplantes más allá de las fronteras, desdeñando a Amnistía Internacional. Sólo le falta seguir con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Al parecer no está midiendo el impacto ni el rebote que pudieran tener esos desdenes. Más allá de sus fronteras no puede infundir miedo ni tiene ejércitos. ¿Pensará acaso el gobierno federal que puede imponer al mundo sus versiones, carentes de verdad y de justicia, sólo porque las afirma?
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