Porfirio Muñoz Ledo
La rebelión de los vasallos
Flotaba anteayer en el recinto de Xicoténcatl un aire de victoria republicana, semejante al que respiramos el día que establecimos la primera mayoría de oposición en la Cámara de Diputados y la defendimos contra toda adversidad. Ahí se encontraban, por cierto, algunos de los protagonistas centrales del evento de 1997, pero esta vez unidos política y emotivamente por la misma causa.
En aquella ocasión dimos inicio a la separación efectiva de poderes en nuestro país y ahora comienza la parlamentarización del sistema político mexicano. En ese sentido, la aprobación de la ley Televisa habría sido el canto del cisne del presidencialis-mo. Los legisladores parecen haber actuado entonces —en una caricatura del antiguo régimen— bajo instrucciones de sus candidatos presiden-ciales, a su vez intimidados por los dueños de la televisión.
Coincido con Luis Aguilar en que “el encumbramiento del Congreso es consecuencia del desfondamiento de la Presidencia”, pero disiento de que estemos en presencia de “un resultado no previsto de nuestra alternancia democrática”. Por el contrario, la transición que diseñamos estaba pensada para que la pluralidad en el Poder Legislativo obligara a nuevos cambios tendientes a la formación de mayorías estables y a la instauración del régimen semipresidencial, lo que ahora necesariamente tendrá que ocurrir.
Esta situación es también consecuencia de la ilegitimidad de la elección presidencial, como ambas cámaras lo reconocieron en la exposición de motivos de la Ley para la Reforma del Estado. Así, las modificaciones aprobadas en el Senado prohibiendo las campañas negras, sacando el dinero de las elecciones, renovando el IFE y despidiendo a los consejeros electorales, implican la condena de los abusos cometidos durante los pasados comicios y un desagravio a quien la Presidencia le fue arrebatada.
También significan una reparación, aunque sólo hacia el futuro, ya que propician la renovación democrática de las instituciones públicas, como lo había demandado el Frente Amplio Progresista. Corresponden además puntualmente a las propuestas formuladas por la izquierda en las negociaciones de l989, 1994, l996 y en el actual proceso de reformas. Convertir triunfos en fracasos no es sino un vicio masoquista.
Esta vez fue derrotado el miedo y se trató de una victoria colectiva, como la de Fuenteovejuna. Hay detrás de todo una prolongada hazaña de los ciudadanos, cuya dignidad había sido conculcada por la comercialización de las elecciones. También el rescate de la autonomía del Estado y del sometimiento de los políticos al despotismo del spot: la rebelión de los vasallos de Televisa.
La ocurrencia de la CIRT de enviar a sus estrellas de la comunicación a polemizar con los legisladores no pudo ser más desafortunada. La comparecencia, que se anunciaba con las trompetas de un golpe de Estado televisivo, tornó en el ridículo. Los comunicadores, fuera de su trono mediático, se convirtieron en vulnerables corderitos. Impotentes, incompetentes y vapuleados por los mismos a quienes desprecian.
Sin embargo, las amenazas y despropósitos que profirieron no son de menor cuantía. En particular aquella que califica la reforma como “expropiatoria”, seguida de ¡Nos van a quitar el 30% del tiempo sin pagar un solo centavo, además de arruinar los ratings. Aparte de confirmar un grosero mercantilismo, tal afirmación es mentirosa. Olvida que la publicidad electoral no comenzó a expandirse sino hasta 1994 y que ellos objetaron entonces que se exhibiera en los tiempos de mayor audiencia, arguyendo que les desarreglaba la programación.
En suma, que lo que es bueno para el anuncio pagado no lo es para el gratuito. También, que la legislación electoral de las democracias más avanzadas en Europa y América Latina lo que buscan es “regresar a la era de la URSS”. Nuestra transición pretende exactamente lo opuesto: abolir el totalitarismo criollo implícito en la relación de contubernio entre el monopolio de la televisión y la Presidencia de la República, que durante tantos años retardó la democratización del país.
Por ello, esta reforma todavía no es el Waterloo del imperio mediático. Es indispensable introducir en la Constitución el estatuto de la Radio y la Televisión a fin de otorgarle facultades expresas al Congreso de la Unión para legislar en la materia. El paso que sigue es la creación de un órgano autónomo de Estado, con jurisdicción sobre los contenidos de la comunicación electrónica, que promueva su pluralización y regule tanto las concesiones como los derechos y obligaciones que éstas conllevan.
Aconsejaría, con el maestro Maquiavelo, asestar de una vez esa reforma, aunque sus beneficios se esparzan en el tiempo.
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