Miguel Ángel Velázquez
A un año de distancia, Felipe Calderón podría demostrar, dentro de unos días, que es capaz de hacer una tontería mayor a las que habitualmente cometía su antecesor, y que puede ser más imprudente que el guanajuatense, es decir, que es más Fox que el mismísimo Fox.
A eso, y nada más a eso, se puede reducir lo que hasta hoy no deja de ser una bravuconada, pero que la noche del 15 podría convertirse en desgracia: la necedad de encabezar la ceremonia del Grito en el Zócalo de la ciudad de México.
¿Qué quiere demostrar Calderón esa noche con su presencia? ¿Supone el señor que bastará con los acarreados de cuello blanco que llevó a Palacio Nacional el día 2? ¿Creerá que la transmisión en cadena nacional del acto, dirigida por los magos de las televisoras concesionadas, o los magazos de Cepropie será suficiente para que no aparezca en pantalla el gesto de los muchos que no están de acuerdo con su administración, y que se podrá acallar, con silencios técnicos, el griterío en su contra? ¿O preferirá, a fin de cuentas, echar mano de sus cuidadores, para que a punta de tolete y chorros de agua a presión desalojen de la plaza a los indeseables? Esto último parecería, en términos de lo real, el camino más seguro para el panista.
Y es que el horno no está para bollos, y en la ciudad de México menos que en ningún otro lado. El Distrito Federal no es panista, y mucho menos calderonista. En la capital hay, con encuestas o sin ellas, un rechazo más que amplio a la impostura del panista en Los Pinos, porque el sentimiento de que la voluntad popular fue burlada en las elecciones, aquí es una certeza, y por tanto su presencia en el balcón central de Palacio Nacional constituye una burla y una provocación a la que buena cantidad de capitalinos está dispuesta a dar respuesta, desde las baldosas del Zócalo, y no precisamente con aplausos y vivas.
Calderón ya sabe que en las transmisiones en cadena nacional suelen ocurrir fallas técnicas que suceden en el momento preciso, por ejemplo, cuando el vocinglerío de sus adversarios lo reciban como todos nos podemos imaginar, y eso sea transmitido en vivo y a todo color a todo el país, con lo que su ilegitimidad ya no sería el sentimiento de un grupo de locos, como muchos han tratado de engañar, sino la expresión multitudinaria del repudio hacia su gestión, y la respuesta de sus cuidadores sea del tamaño de la protesta. Todo eso sería transmitido por la cadena nacional en otra falla que seguramente llevaría al despido o la renuncia de otro chivo expiatorio.
Ahora que siempre es fácil vacunarse contra las fallas técnicas y conseguir una imagen limpia, tranquila, donde sólo se mire a los felices acarreados departiendo en eso que para los comentaristas designados sería una noche inolvidable, o más bien: histórica. La pantalla mostrará a un Felipe Calderón decidido, enjundioso, lleno de fervor patrio que hará tañer la campana de Dolores, o su réplica, para culminar con el Grito que se escuchará sólo entre el silencio respetuoso de la gente, dirán los locutores de radio y televisión.
Cosa de llegar a arreglos, de atar cabos sueltos. Lo que ocurra esa noche está en manos de Calderón, nos aseguran algunos azules indiscretos. Puede vetar la ley electoral, que enloqueció a los dueños de los medios electrónicos y a sus guaruras de micrófono, para dar paso a esa imagen gloriosa que pretenden los panistas aún fieles a Calderón.
Tan fácil como eso. Si ese arreglo, que según los panistas, podría ocurrir, se da en la realidad, la calma y la tranquilidad del evento matará hasta la imaginación más atrevida. Si no es así, la necedad y la imprudencia de Felipe Calderón podría tener consecuencias trágicas. Pero eso sí, que después no culpen a la gente de violenta.
De pasadita
Nadie esperaba que el perredismo de Nueva Izquierda acompañara la sugerencia de defender, a capa y espada, la economía de la gente más necesitada que se verá afectada por el nuevo impuesto a las gasolinas. Queda claro, pues, que esos neoizquierdistas representantes del pueblo sólo tienen un interés: el suyo propio y el de sus acuerdos inconfesables. Que quede claro.
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