Guillermo Almeyra / II y último
La derecha (y algunos de la ultraizquierda que piensan como ésta) tienen una respuesta fácil: “normalizar” a Cuba, alinearla con las reglas del mercado mundial abandonando “las veleidades revolucionarias”. Son “realistas”: proponen importar trabajadores agrícolas haitianos mal pagados para producir más arroz, producir etanol como ordena Bush a los países de Centroamérica y del Caribe, abandonar la ayuda internacional en médicos y en maestros (que, sin embargo, aporta divisas o se cambia por petróleo), no invertir en hoteles (cuyos ingresos permiten comprar alimentos) sino sólo en casas populares. Escuchar a la gente, que ella decida cuáles deben ser las prioridades y los consumos, la autogestión, la autorganización de los trabajadores son cosas que están fuera del horizonte mental de estos “realistas” para los cuales el internacionalismo, la solidaridad, la independencia nacional son meros sueños.
Los “chinos” del aparato estatal olvidan por su parte las diferencias históricas y culturales que existen entre Cuba –que ya antes de la revolución era uno de los países más complejos, cultos y desarrollados de América Latina– y el Imperio del Medio, y olvidan también el enorme ahorro interno chino, la gigantesca disponibilidad de mano de obra barata que permite la cooperación simple, la abundancia de capitales provenientes de la diáspora china. En realidad, su propuesta se reduce a abrir nuevos espacios al mercado capitalista, pero fortaleciendo el monopolio del Estado y de la vida política por un Partido Comunista cubano altamente burocratizado y centralizado.
Aunque es evidente que en la fase del capitalismo de Estado actual (que no de socialismo) el papel del aparato estatal es fundamental, en el terreno de la planificación de las inversiones y del aseguramiento de la educación, la sanidad y la defensa, no es menos obvia la necesidad de democratizar y descentralizar la vida política para recurrir a las energías y capacidades creativas de la juventud (que está fuera de la burocracia y el apoyo de una parte importante de la cual debe ser ahora ganado) y de los trabajadores del campo y de la ciudad. Por otra parte, la acumulación de capital para el desarrollo industrial y urbano no puede hacerse a costa de los escasos y pobres trabajadores rurales sin crear una aún más grave carencia de alimentos. Por lo tanto, es vital asegurar el pleno empleo y el aumento de la productividad en el campo –hasta ahora políticamente confiable–, evitar el envejecimiento de su población, crear fuentes de trabajo productivo rural-urbano que absorban parte de las juventudes urbanas mal empleadas y eviten su lumpenización. La experiencia de los cinturones agrícolas en torno a La Habana y la agricultura urbana sólo podrían funcionar eficazmente en el contexto de una política general tipo NEP leninista, dando margen al mercado y al lucro campesino pero también compensando los costos con subvenciones y medidas de apoyo a los sectores más débiles mediante una política de precios para los productos esenciales y, sobre todo, reforzando el cooperativismo y la solidaridad. También se podría atraer jóvenes productores hacia el campo privilegiando la construcción de viviendas y de pequeñas empresas rurales, que venderían al Estado. Cuba tenía además una importante flota pesquera que podría ser reanimada, por ejemplo, mediante acuerdos de coinversión con algunos países del Mercosur, pagándoles en tonelaje de pesca dichas inversiones y los costos en combustible y aparejos, de modo de dar trabajo bien pagado y de obtener divisas, aumentando la presencia cubana en el continente.
Por último, los intentos de contener y reformar la burocracia mediante métodos administrativos pueden obtener un efecto inmediato pero serán efímeros si se basan sólo en el voluntarismo y la conciencia de un sector de los jóvenes politizados (la mayoría de los demás no participarán). La cuestión central es que la burocracia se desarrolla con la escasez, pues asegura privilegios en la distribución del abastecimiento alimentario, en la vivienda, en el transporte y todo eso es poder. Sólo es posible combatirla diferenciando el partido del Estado, controlando a éste con aquél, controlando al partido con la autoorganización de consejos de los trabajadores, con plenos derechos de discusión y de decisión, dando plena libertad a la discusión y la crítica, fomentando el debate sobre los problemas y las soluciones.
Ni las perestroikas ni otro tipo de luchas burocráticas contra la burocracia (que es funcional y que se apoya en el monopolio de la política por el PCC) podrán ser efectivas si no hay un control antiburocrático por parte de los mismos productores, mediante consejos y sindicatos independientes del partido y del Estado (aunque sus miembros puedan apoyar a ambos o incluso ser sus mejores integrantes). El debate, por otra parte, debe ser libre, sin límites, para producir un choque de credibilidad porque una de las causas de la disconformidad creciente es el secreto innecesario y el lenguaje esópico de los medios de información y no hay confianza popular en un cambio inmediato en este terreno. En ese sentido no sólo es lamentable sino que también es pernicioso el intercambio de insultos y calificativos entre “ortodoxos” y “perversos”. Un humorista brasileño, el Barão de Itararé, tenía como lema de su periódico la célebre frase de Voltaire “defenderé hasta la muerte tu derecho a disentir de lo que yo digo”, pero modificada del siguiente modo: “defenderé hasta la muerte tu derecho a ser un imbécil”. Pues sí, incluso ese derecho debe ser defendido porque la democracia no debe concederse sólo a los que piensan como uno sino a todos los que piensan diferente. Con la única excepción de los conspiradores imperialistas.
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