Rolando Cordera Campos
Ideático y mediático, el gobierno anterior no supo aprovechar los “bonos” de que presumía, o no quiso arriesgarse para hacerlo. Recibió sin chistar la recesión estadunidense y sumió a la economía nacional en una recesión prolongada. Con ello, el bono demográfico se diluyó en la informalidad juvenil, la emigración de los más arrojados y en el desaliento sin expectativas. Al final de su sexenio, el presidente Fox y sus aliados la emprendieron contra su bono democrático, avasallaron las iniciales convicciones sobre las bondades de la justicia basada en el derecho y, al fallarles la estrategia del desafuero, agarraron monte, incurrieron en flagrantes violaciones a leyes y convenciones políticas, pusieron en peligro la elección presidencial de 2006 e impusieron un candidato sin proveerlo de las plataformas de organización y alianzas políticas indispensables para gobernar un país y un Estado divididos.
Hoy, presa de los espectros que él gestó, el ex presidente pone en peligro a su propio partido y al gobierno que lo sucedió, lleva a sus correligionarios a poner sus manos en el fuego por él y desata el temor entre el resto de la ciudadanía: si algo quiere ésta es que nadie se acerque a la hoguera, mucho menos aquellos que traen las extremidades cargadas de gasolina.
Por desgracia, el nuevo gobierno reincide en la servidumbre demoscópica y se muestra tan errático como el populista más enfebrecido, pero sin las fortalezas con que aquellos populismos, dadivosos o acosados por la coyuntura y sus propios fantasmas (el 68 y su secuela), contaban: una coalición erosionada pero eficaz en su subordinación al poder presidencial, empresas públicas en condiciones de servir como colchones y palancas redistribuidoras, facilidad para el endeudamiento.
Nada de lo anterior está a la mano, pero frente a un brote de precios que sólo expresa la voracidad de unos cuantos y una tormenta mediática supuestamente sustentada en encuestas levantadas al vapor, el gobierno responde de bote pronto, pospone los aumentos tributarios aprobados por el Congreso de la Unión, congela los incrementos establecidos para los energéticos y decreta un “sacrificio” del gobierno que en realidad es una sangría para las empresas energéticas nacionales. Las dádivas son migajas, pero sus implicaciones para la consistencia de la política económica y de las propias relaciones políticas son negativas y pueden ser nefastas y corrosivas de una legitimidad precaria.
Las debilidades del régimen político emanado de la transición están a la vista de todos. Sin discurso ni imagen que transmitir, las cadenas nacionales parecen paseos por las nubes, mientras las multinacionales hacen escarnio de las decisiones anunciadas: gracias a ellas, dicen, ¡las empresas harán bien su planeación para cerrar 2007 y abrir 2008!
Esta fragilidad se expresa como siempre en el gobierno, pero trasmina al resto del Estado y el sistema político. La leña que Fox y sus intrigantes asociados echan puede no ser suficiente para provocar un incendio; tampoco lo es el desplante destructivo del terrorismo dizque revolucionario ni la división de partidos y grupos, que es la savia, agridulce, de nuestra evolución política democrática. Todo esto, incluida, si se quiere, la acción subversiva, forma parte de la agotadora normalidad posmoderna a que nos han traído nuestras estrambóticas transiciones.
Lo que angustia y amenaza es la ausencia de interlocución y debate con ambición sustantiva, el exceso de bravatas en todas las pistas, la inopia discursiva. Unidos, impiden imaginar una pronta emergencia de pactos y solidaridades que encaren la emergencia y comprometan a sus signatarios a la construcción de visiones de más alcance.
No es, por otro lado, mucho lo que hay que hacer para tomar el sendero del pacto: comprendida la cooperación política como vital para un nuevo régimen que todavía no nace, se puede entender que de ella dependen también lo que queda de cohesión social y estabilidad política.
Los partidos tienen que profundizar su reformismo y ponerlo en la perspectiva de acuerdos fundamentales, que no requieren de rito y ceremonia corporativos para ser creídos por el resto de los ciudadanos. Los sindicatos que restan están bajo fuego real o conjetural, pero les urge el convivio, porque entienden que tal vez así podrán saltar la alternativa del diablo: la bolsa o Larrea. Los empresarios, los ganadores de estas rondas transicionales, tendrían que dejar el nicho preconstitucional a que los redujo su extraña cargada libertaria e inscribirse en una circunstancia coherente con la globalización del país, que ha ido más allá de las goteras del TLCAN.
De ocurrir algo como esto, la reforma estatal reemprendida podría precisar su foco y poner en el centro la cuestión del Estado necesario, del que depende que tanto tránsito nos lleve a algún puerto de abrigo y luego de avituallarnos podamos volver a aguas profundas. De otro modo, no habrá más destino que ir de encalle en encalle, hasta que descubramos que sólo damos vueltas a una noria seca.
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