José Blanco
Desde mediados del siglo pasado era común la referencia a la prensa escrita como el “cuarto poder”. No se decía de broma; la sociedad y los espacios políticos reconocían que para bien o para mal, muy frecuentemente para mal, la prensa era un factor decisivo en la vida política y social del país. Se sabía: salvo escasísimas excepciones, entre el poder del partido casi único y la prensa había una confabulación corrupta que operaba como uno de los mecanismos de la dominación de los grupos priístas, encaramados en el poder con propósitos de eternidad.
El cuarto poder en realidad era el poder mismo del partido cuasi único que mediante embutes o chayotes no sólo compraba las conciencias de periodistas y reporteros; manejaba la “línea” misma de lo que la prensa debía decir o callar. El director que aparecía en el directorio del medio que fuere –siempre con alguna excepción difícil de ubicar– era un títere cuyos hilos se extendían principalmente a la Secretaría de Gobernación, pero por supuesto que todos (o casi, pues) los políticos podían promoverse mediante el dinero que entregaban a directores, gerentes, reporteros de la prensa, que en el 68 pasó a llamársele a gritos, y con toda justicia, prensa vendida. Por igual secretarios de Estado, políticos o senadores, gobernadores no se diga, se han servido de los medios para su uso exclusivo. Nadie es ajeno en México al conocimiento de ese horror de tantas décadas de la vida política mexicana.
Y llegó la televisión. Y el cuarto poder aumentó su poder en poco tiempo. Las imágenes, más poderosas que las letras de los diarios, hicieron aparecer la realidad mexicana según los intereses del partido casi único y el interés de los propios medios. Mediante la llamada con impresionante precisión, desde los años 60, “caja idiota”, se manipuló sin cesar a una inexistente opinión pública.
En los hechos, no había más opinión que la de los medios. La sociedad mexicana tiene, aún en el presente, muy pocos medios para expresar su opinión. En tanto, el peso de Televisa y más tarde de Tv Azteca en la conciencia de millones de mexicanos ha sido un mastodonte, con las toneladas de peso de un tiranosaurio rex y un cerebro del mismo bicho. La caja continuó siendo idiota, chabacana, de mal gusto y al servicio del poder. Pero es justo reconocer que el segmento de la sociedad que ya no es tan fácilmente engañado o manipulado por los medios ha crecido lenta, pero constantemente, desde los años 60.
Vino el reclamo democrático a partir de la década de los 70, y con el mismo aparecieron medios contrarios a esa historia de corrupción y enriquecimiento enteramente explicable; el rey con frecuencia quedó desnudo, porque estos nuevos medios se atrevieron y no participaban del alma corrupta de los medios del pasado.
Y llego también la paradoja: una larga historia de apertura democrática, de creación institucional, de transformaciones graduales y pasos que han costado años y vidas, hasta desembocar en la reforma electoral que se produjo en el sexenio de Zedillo, producto de la presión incesante de quienes estaban del lado del reclamo democrático, tuvo desenlaces inesperados. Con la configuración de una mejor distribución del poder entre partidos, la tajada que se entregó al filisteo que manipula las ondas electromagnéticas transmisoras de sonido y de imagen fue mayor que la que les fue entregada a los nuevos partidos. Nadie se lo propuso, probablemente; pero en eso fue a parar.
Con los años –pocos–, la oreja de filisteo de los dueños de los medios electrónicos, y usufructuarios monopólicos de un bien que no es de ellos (el espectro radioeléctrico), se asomó en toda su amplitud y se mostró que tenía la dimensión de la oreja del tiranosaurio. Por supuesto, no hablo del pueblo guerrero de Canaán con mi alusión al filisteo, sino a esa muy descriptiva noción referida por la RAE como “persona de espíritu vulgar, de escasos conocimientos y poca sensibilidad artística o literaria”; un retrato hablado de casi cualquier programa de televisión de los dos poderosos canales.
Siempre con las honrosísimas excepciones que se quiera, con ese conjunto de atributos el duopolio hace televisión, y con el mismo ahora invistió a la sociedad civil y a la sociedad política, con doblez y descaro, para defender la gran parcela de poder y de dinero que le había sido entregada.
El tiranosaurio no puede creerlo, pero la Suprema Corte anuló la llamada ley Televisa y ahora el Senado se dispone a reformar lo que nunca debió existir. Un paso de reducción del poder de las fuerzas fácticas, que aún no se traduce en un paso de redistribución del poder a favor de la sociedad. La reforma del Estado deberá dar ese paso para que la soberanía efectivamente radique en el pueblo, no en Salinas y Azcárraga.
El programa de trabajo acordado por una comisión del Senado prevé que los senadores deberán guiar sus actividades con base en los principios rectores establecidos por los ministros de la Suprema Corte sobre la función social de la radiodifusión. Tales principios, asunto elemental de cualquier sociedad civilizada y democrática, son por necesidad: la libertad de expresión, el derecho a la información, la función social de los medios por encima del interés económico, y extender concesiones transitorias y plurales que eviten la concentración. Por tanto, ha de prevalecer la libre concurrencia y la prohibición de monopolios, el dominio del Estado sobre el espectro radioeléctrico y la igualdad de acceso y trato equitativo a los mexicanos interesados en incursionar en el uso social y democrático de los medios de comunicación.
Si las reformas legales que se aprueben efectivamente se formulan bajo esos principios, podremos aplaudir al Senado, aunque sólo ha hecho el trabajo que le corresponde. Ya era hora.
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