Editorial
Desde hace varios años, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) retienen a cientos de políticos, empresarios, militares y policías, con la pretensión de canjearlos por algunos militantes de esa organización que se encuentran presos en cárceles gubernamentales. Al margen de las consideraciones éticas sobre el uso del secuestro por la organización guerrillera y sobre la guerra sucia que mantiene el gobierno colombiano, es claro que ambas partes debieran, por elementales razones humanitarias, poner todo de su parte para llegar a un intercambio de prisioneros y poner fin a la zozobra en la que viven los afectados y sus familiares.
Sin embargo, el gobierno que encabeza Álvaro Uribe ha expresado en múltiples ocasiones su determinación de intentar un rescate militar de rehenes y, de acuerdo con información disponible, ha saboteado de manera sistemática las posibilidades de un acuerdo para el canje de los cautivos.
Ha de recordarse que en junio pasado, en lo que pretendió ser un golpe publicitario (bajo presión del gobierno francés), el régimen liberó de manera unilateral y hasta forzada a algunos miembros de las FARC (y algunos presos comunes a los que hizo pasar por guerrilleros), entre ellos el dirigente Rodrigo Granda, quien de inmediato destacó que la medida no formaba parte de un acuerdo y que no llevaría, en consecuencia, a un intercambio de prisioneros. Días más tarde, el ejército colombiano intentó el rescate de 12 diputados, con un saldo catastrófico: 11 legisladores muertos en el fuego cruzado.
En agosto pasado, Uribe recurrió al presidente venezolano, Hugo Chávez, para que sirviera de mediador y facilitador para el canje de secuestrados. Sin embargo, desde esa fecha el colombiano ha venido torpedeando las posibilidades de esa gestión. Primero se opuso a que el mandatario de Venezuela se entrevistara con la dirigencia insurgente en Colombia. Ante la contrapropuesta venezolana de que se enviara a Caracas al máximo líder de la insurgencia, Manuel Marulanda, Tirofijo, el Palacio de Nariño respondió que los cuadros guerrilleros debían viajar al vecino país “bajo su cuenta y riesgo”, es decir, enfrentar el peligro de ser capturados por las fuerzas gubernamentales. En suma: Uribe busca el fracaso de la gestión que él mismo propuso con fines –ahora queda claro– meramente propagandísticos.
La razón de la resistencia de Bogotá al acuerdo para el intercambio de prisioneros es la falta de voluntad gubernamental de aceptar a las FARC como interlocutor. Si se le concede esa calidad para el canje, no hay razón para negársela, de cara a una negociación orientada a un proceso de paz en ese país sudamericano, que es lo que humana y políticamente corresponde impulsar hoy. Uribe tiene sus razones ideológicas y personales para rechazar el diálogo pacificador, pero penden sobre su gestión las presiones de su principal aliado internacional, el gobierno estadunidense, el cual dispone de un enorme margen de injerencia en los asuntos colombianos en el contexto del llamado Plan Colombia, vasto proyecto de asistencia y orientación militar de Washington, en el cual las perspectivas de paz no tienen cabida. Con el pretexto de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, la Casa Blanca está dispuesta a mantener al país sudamericano en una guerra interna de manera indefinida.
En tales circunstancias, las posibilidades de la gestión de Chávez son, sin duda, reducidas, por no decir mínimas. Por lo que puede verse, el drama de los secuestrados y sus familias va a prolongarse mucho tiempo.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario