Gustavo Esteva
Se extendió y profundizó ayer, en Oaxaca, el inmenso desprestigio del gobierno, los partidos y el procedimiento electoral. Se abren ahora diversas incógnitas que pueden ser vistas como desafíos.
El gran conflicto poselectoral de Oaxaca puede avivar el estallido social. ¿En qué medida podrá evitarse el desbordamiento de la violencia para prevenir la represión preparada a lo largo del año, en una sociedad bajo cerco y acoso policiacos?
A más largo plazo, ¿cómo podrá realizarse la transformación profunda de Oaxaca, a partir de la base social, que se intenta desde hace tiempo y cuyas amarras se soltaron el año pasado? ¿Podrán articularse a tiempo los empeños, construyendo pacífica y democráticamente autonomía y libertad? Dada la profunda polarización social y la gravedad de la crisis económica, ¿será posible limitar las consecuencias de la actual descomposición social y política y evitar que las confrontaciones deriven en guerra civil?
“Aquí no hay ambigüedades. Aquí el gobierno es el PRI y vamos a trabajar por que gane el PRI.” Estas palabras de Ulises Ruiz ilustran bien las condiciones de la jornada en que ayer se votó en Oaxaca. Se emplearon todos los recursos públicos y todos los aparatos administrativos para apoyar a los candidatos del tricolor. “Si algún secretario no lo hace, lo ceso”, dijo Ulises Ruiz. Y agregó: “El PRI no tiene sucursales. Ningún funcionario de mi gobierno o del Poder Legislativo apoya a otros candidatos”.
En Oaxaca sólo ha habido elecciones de Estado. La sociedad oaxaqueña no conoce otro aspecto de la democracia formal. Sin embargo, el abuso del poder oficial y la desvergüenza que se manifestaron en esta ocasión no tienen precedentes. Se perdieron los hábiles rubores con que se disimulaba la prepotencia. Desde la presidenta del PRI hasta el último cuadro local, se apeló con desfachatez y cinismo a prácticas que muchos creían desterradas.
Ulises Ruiz negó que hubiera sucursales del PRI. La aclaración parecía necesaria porque había repetido la operación del 5 de agosto, al elegirse diputados locales. Personeros de Ulises aparecieron como candidatos de todos los partidos. Los compró o cooptó, en previsión del voto de castigo. Como se trataba de afiliaciones públicas claras se había creado cierta confusión. “No se hagan bolas”, exigió a sus cuadros. La orden fue tajante: asegurar, por cualquier medio legal o ilegal, el triunfo de los candidatos del PRI. Y Ruiz pudo afirmar sin reservas que ningún funcionario de su gobierno o del Poder Legislativo apoyaban a otros candidatos: los tiene a todos en la bolsa.
La alianza de candidatos y directivos de los demás partidos con Ulises Ruiz, bajo la mirada complaciente de la Federación, fue bastante evidente. Aunque subsisten núcleos de militantes honestos y comprometidos en el seno del PRD, el comportamiento del partido fue tan lamentable como el año pasado. Sus actitudes sirvieron para cerrar casi enteramente opciones reales para los ciudadanos.
Uno de los aspectos de mayor gravedad fue el relativo al atropello que sufrieron los municipios indígenas, que se rigen bajo el sistema de usos y costumbres. Se produjo una injerencia abierta del gobierno y los partidos, que en muchos casos crearon tensiones insoportables que representan riesgos inmediatos y consecuencias duraderas. Hubo claro intento de restaurar la estructura caciquil afectada por el movimiento.
Lo ocurrido en Oaxaca ejemplifica la búsqueda del “voto fiel”, como está llamando el PRI a sus exitosas campañas electorales en todo el país, tras el desastre de 2006. Aunque técnicamente puede hablarse de elección de Estado, es más exacto describir el episodio como un ejercicio mafioso y caciquil, profundamente autoritario. Y no puede ser de otra manera: una constelación de estructuras mafiosas y caciquiles es todo lo que queda del PRI, que aún gobierna en la mayoría de los estados y municipios. Es el espacio que logró salvaguardar en la reforma electoral, bajo el pretexto de respeto al federalismo. Es su estrategia de recuperación, que aprovecha la perversa incompetencia del PAN y la capacidad autodestructiva del PRD.
En los estados modernos, los gobernantes recurren al “monopolio de la violencia legítima” que la ley les otorga cuando han perdido el poder político o el que les queda es insuficiente para poder cumplir sus funciones y procesar los conflictos. Usan la fuerza pública cuando se ha deteriorado su credibilidad como factor de regulación social y como estructura de gestión de las crisis. En México, esa “violencia legítima” se combina habitualmente con recursos ilegítimos e ilegales, de corte mafioso, vinculados a estructuras locales y gremiales. Nadie controla el conjunto. No hay en esto monopolio alguno. Resulta así en extremo irresponsable recurrir a ese mecanismo espurio en las condiciones actuales del país. Ya no es sólo escupir contra el viento. Es arrojar leña al fuego, cuando la caldera está a punto de reventar.
lunes, octubre 08, 2007
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