Arturo Balderas Rodríguez
La importancia de la legislación que define el financiamiento de las instituciones políticas en México, y las modificaciones aprobadas recientemente en torno a su relación con los medios de comunicación, quedan de manifiesto cuando se compara con la forma en que esas mismas actividades se realizan en Estados Unidos.
El monto del dinero que reúnen los candidatos para financiar sus campañas es el principal indicador de las posibilidades que tienen para triunfar, no las propuestas que ofrecen para gobernarlo.
El sorprendente ascenso en la popularidad del senador Barak Obama, por ejemplo, se debió a que ha reunido varios millones de dólares más que la senadora Hillary Clinton, no a su posición en contra de la guerra en Irak o su propuesta para cambiar el rumbo impuesto a la política desde la Casa Blanca. Rudy Giuliani supera a Mitt Romney, su contrincante republicano, porque en las últimas semanas reunió un millón de dólares más que él, no por sus diferencias, si es que las hay, en torno al sistema de salud o el aborto.
Desde siempre en Estados Unidos la política ha cedido paso al dinero, pero en las tres últimas décadas es escandalosa la forma en que esto ha impactado todo tipo de elecciones.
El gasto en propaganda electoral, en primer término en medios de comunicación, es estratosférico. La tabla que el New York Times publicó sobre las donaciones que los precandidatos a la presidencia habían recibido hasta junio pasado es reveladora.
En los primeros seis meses de campaña habían reunido más de 300 millones de dólares tan sólo para lograr la postulación de su partido. Se estima que el gasto total del proceso electoral, que culminará en noviembre de 2008, será de aproximadamente mil 500 millones de dólares.
Son cifras astronómicas, y no es secreto el interés de quienes están detrás de ellas. ¿Se puede entonces hablar de elecciones democráticas en el estricto sentido de la palabra? ¿Es posible cambiar el estilo de hacer política en la Casa Blanca? Son preguntas que los ciudadanos estadunidenses se hacen cada vez con más insistencia.
La respuesta se ha buscado en diversas ocasiones mediante la regulación en el financiamiento y gasto de las campañas políticas, pero invariablemente se ha topado con la pared de los multimillonarios intereses de los verdaderos electores en Estados Unidos.
Por ello, es aún más relevante que en México el financiamiento a las instituciones políticas sea público. Es encomiable que se hagan esfuerzos por regular con mayor rigor el gasto en las campañas políticas, incluyendo el destinado a los tiempos en televisión. Acotándolo, se elimina la nociva injerencia de las dos principales cadenas de televisión en los procesos electorales de los que, cual venta de abarrotes, han hecho un negocio millonario y, lo que es peor, aún han influido en forma determinante en su resultado.
Es perfectamente congruente con la idiosincracia de los estadounidenses el hecho de que quien gana la presidencia es el que puede conseguir más dinero. En un país donde el dios es el dinero, en el que quien manda es quien tiene más dinero, y en el que se tasa el valor de una persona por el dinero que tiene, qué se podía esperar. Esto es grave ya que por lo general quien más dinero tiene no se debe a su inteligencia, menos a sus principios morales, sino a su capacidad de explotar a sus semejantes y de manipularlos, y al monto de avaricia que lo lleva a las acciones más aberrantes como ya lo hemos visto. Pobres gringos.
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