Editorial
Elihu M. Berle, juez de la Corte Superior de Los Ángeles, rehusó atender la demanda en contra del cardenal Norberto Rivera Carrera por el presunto encubrimiento que éste habría cometido a favor de Nicolás Aguilar, sacerdote acusado de múltiples agresiones sexuales contra menores. El magistrado consideró que las pruebas presentadas por la parte acusadora son insuficientes para que el tribunal californiano pueda, “por el momento”, iniciar un proceso contra el prelado mexicano. Por su parte, los acusadores de Rivera Carrera han anunciado que apelarán de la decisión referida, lo que indica que el proceso legal iniciado en Estados Unidos contra el arzobispo primado de México continuará.
Para poner el fallo del juez Berle en su contexto, debe recordarse que la acusación contra Rivera Carrera por brindar protección al sacerdote Aguilar y fungir en un papel determinante en su traslado a Estados Unidos –donde, a su vez, el cura fue acusado por la violación de 26 niños– es sólo un aspecto de las demandas de justicia por parte de las múltiples víctimas del religioso, y que las andanzas criminales de Aguilar en Puebla y en Los Ángeles son sólo la punta del iceberg de un patrón de abusos sexuales contra menores cometidos en el ámbito de la Iglesia católica.
Las víctimas de tales delitos han debido acudir a las instituciones estadunidenses de justicia porque, ante el grave problema que constituyen los abusos sexuales a menores por parte del clero católico, las autoridades civiles mexicanas se han comportado en forma cuando menos remisa en sus obligaciones y han evitado ejercer sus facultades para procurar e impartir justicia. Por otro lado, habrá de recordarse el lamentable episodio de encubrimiento oficial a Rivera Carrera protagonizado por el Instituto Nacional de Migración (INM) en septiembre del año pasado, cuando a representantes de la Red de Sobrevivientes de Abuso Sexual (SNAP, por sus siglas en inglés), y a los abogados defensores de Joaquín Aguilar, responsable de la demanda en contra del jerarca católico, se les pretendió detener y luego se les prohibió el ingreso a territorio nacional. En conjunto, la reticencia de las procuradurías federal y estatales a presentar imputaciones a los curas pederastas, así como los actos de hostigamiento gubernamental en contra de sus demandantes, conforman un fuero de hecho para los integrantes del clero, por más que éste fue abolido de jure en 1867.
Por lo demás, el Arzobispado de la ciudad de México sigue sin entender ni atender el problema, como lo pone de manifiesto el documento Criterios de la Arquidiócesis de México en relación con comportamientos inadecuados, principalmente con menores, que pudieran suceder por parte de clérigos. Dicho escrito pretende eximir a la Iglesia católica de la responsabilidad de informar a las autoridades judiciales sobre los casos de agresión sexual de los que tenga conocimiento, y en él se establecen cosas tan insensatas como que, si llega a comprobarse que un religioso incurrió en “alguna falta que involucre a un menor, debe ofrecerle la asesoría sicológica, espiritual y pastoral necesaria para tratar de resarcir el daño”. Cabe imaginar a una víctima de abuso sexual recibiendo esa clase de asesorías por parte de su victimario, o asistiendo a “careos” realizados por la propia institución eclesial. Para colmo, el texto prescribe que, ante la “sospecha razonable” de agresiones sexuales por parte de un clérigo, deberán tomarse “medidas cautelares, ya sea traslado o suspensión”, es decir, recomienda hacer justamente aquello de lo que se acusó a Rivera Carrera en Los Ángeles: trasladar al agresor a otro lugar, aun a sabiendas de que puede repetir su conducta delictiva.
En suma, independientemente de lo que ocurra con el caso en Estados Unidos, las autoridades federales, y las estatales de Puebla y Morelos tienen ante sí el deber ineludible de ejecutar la orden de aprehensión emitida hace una década en contra de Nicolás Aguilar, presentarlo ante un tribunal e indagar a Rivera Carrera por el presunto encubrimiento de ese cura acusado por la violación de decenas de niños. Si las instituciones mexicanas de justicia pretenden recuperar algo de credibilidad deben esclarecer las agresiones sufridas por las personas más inermes del país: menores de familias de escasos recursos y, muchos de ellos, indígenas.
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