Rafael Landerreche*
Las Abejas de Chenalhó es una organización que hace profesión de principios no violentos. Una y otra vez han declarado que no quieren venganza por la masacre de Acteal, pero que no cejarán en la exigencia de justicia, para que sucesos como ese no vuelvan a repetirse.
No podía ser más oportuno el momento para revisar algunas enseñanzas trágicas del caso Acteal, exactamente ahora que se cocina el acuerdo con el gobierno de Estados Unidos conocido oficialmente como Iniciativa Mérida.
La masacre de Acteal, hace casi 10 años, fue resultado de la operación minuciosamente planeada y ejecutada por una serie de círculos concéntricos, cada uno sucesivamente más separado que el anterior de la escena del crimen, pero cada uno a la vez más cerca de los verdaderos círculos de poder. En primer lugar, en el centro de los círculos concéntricos y en la ejecución material de los asesinatos, están los indígenas armados que atacaron la ermita de Acteal aquel 22 de diciembre mientras Las Abejas ayunaban y oraban por la paz en su municipio. Inmediatamente después de este círculo estaban el ayuntamiento constitucional y los priístas de Chenalhó, cuyo presidente municipal fue a dar a la cárcel junto con los autores materiales de los asesinatos. Hasta aquí se permitió llegar a la PGR, aunque cercenando la mención del PRI.
El siguiente círculo lo constituyen las fuerzas de Seguridad Pública del estado y consecuentemente el mismo gobierno del estado de Chiapas. Su complicidad con los autores materiales de la masacre fue bastante transparente; cualquiera que se tome la molestia de revisar los testimonios comprendidos en el juicio podrá convencerse de su evidente participación. El colmo de esta complicidad se concretó en la presencia de un destacamento de la Seguridad Pública estatal, que estuvo estacionado a unos cuantos metros de donde estaban siendo masacradas Las Abejas, durante las cerca de seis horas que duró la balacera. Imposibilitadas de esconder o negar el hecho, a las autoridades no les quedó otro remedio que afirmar que esos encargados de velar por la seguridad pública eran culpables por omisión. Hasta aquí se permitió llegar a la CNDH.
El tercer círculo estaba un poco más disimulado que el anterior, pues el Ejército Mexicano se cuidó de no aparecer de manera tan burda como la policía. Se cuidaron de nunca aparecer corporativamente como ejército, y cuando aparecieron individuos de uniforme o formación militar que habían participado en el entrenamiento de los autores de la masacre o en el trasiego de armas, se trató de velar la conexión institucional con el Ejército mediante el no muy sutil expediente de afirmar que dichos individuos estaban de licencia o de vacaciones (sic). Pero aunque niegue su relación con esos individuos el Ejército no puede negar su relación con el Manual de guerra irregular, cuya relación con el operativo de Acteal ha demostrado el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas.
El último círculo lo constituye el aparato militar y de seguridad de Estados Unidos que asesora al Ejército Mexicano.
La identidad de los autores materiales de la masacre está definida por su relación con estos círculos concéntricos. Descubierta la relación con el Ejército se impone la lógica y la necesidad de llamarles con todas sus letras grupos paramilitares. Inversamente, toda la estrategia del gobierno y sus coadyuvantes, desde la PGR en 1998 hasta Héctor Aguilar Camín en 2007, consiste en negar, ocultar o disfrazar las relaciones del primer círculo con los demás; de esta manera se les define cómodamente como grupos civiles de autodefensa.
Más allá de estos intentos de ocultamiento están las huellas dejadas por los asesinos, particularmente una que es de suma importancia considerar: la saña y el sadismo con el que fueron ultimadas las víctimas, particularmente las madres embarazadas. La gente del gobierno reconoció esto y por eso trataron de ocultarlo, tal como hicieron con los cadáveres. Ya Aída Hernández Castillo narró en La Jornada el 27 de octubre pasado cómo quisieron obtener del CIESAS un dictamen favorable a sus intenciones y cómo un grupo de antropólogas sostuvo que ese tipo de violencia era totalmente ajeno a los conflictos comunitarios, que no tenía nada que ver con la cultura tzotzil, sino más bien con la “cultura de la contrainsurgencia que tiene sus raíces sobre todo en los centros de adiestramiento de tropas especiales en Centroamérica y Estados Unidos”.
No hay duda de que muchos militares mexicanos estudiaron en la Escuela de las Américas; aparentemente no hay la misma certeza en cuanto a su adiestramiento en la Escuela Kaibil. Curiosamente ni el gobierno ni el Ejército mexicanos han desmentido nunca a los que lo afirman. Y a principios de este año el periódico chiapaneco Cuarto Poder publicó un extraño reportaje sobre la escuela de kaibiles, donde se afirma sin ambages que “53 militares de México, Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua iniciaron el curso número 67 de la Escuela de Kaibil”.
A 10 años de la masacre de Acteal el gobierno de Felipe Calderón pretende imponer al país un convenio con el presidente Bush para que otorgue a México, entre otras cosas, asesoría militar en cuestiones de seguridad. Con antecedentes como Acteal y los demás que hemos citado hay razones de sobra para preocuparse. Por eso, llegar hasta el fondo de lo que sucedió en Acteal es importante no sólo para Las Abejas de Chenalhó, sino para todos los mexicanos.
* Ex coordinador del Área de Análisis y Difusión del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, actualmente trabaja en un proyecto de educación indígena en el municipio de Chenalhó.
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