Silvia Ribeiro*
Armando Villarreal Martha, líder de la asociación agrícola Agrodinámica Nacional de Chihuahua, declaró a la prensa que desde hace tres años se siembra maíz transgénico en ese estado, a sabiendas de que es ilegal. “Los campesinos sabemos que estamos cometiendo dos delitos: el de contrabando de semilla transgénica y su siembra, no aprobada por las autoridades”. Esto lo hacen, argumenta, porque pese a que la semilla transgénica es mucho más cara, han podido reducir la cantidad de agua utilizada y han conseguido mayor producción que con criollos o híbridos. Agrega que hay cientos de hectáreas sembradas, y nombra uno de los presuntos lugares de siembra: el ejido Benito Juárez, en el Municipio de Namiquipa (La Jornada, 29 de octubre de 2007).
No deja de sorprender que este agricultor cerebralmente modificado, como adecuadamente llamara Víctor Quintana a este tipo de individuos (La Jornada, 30 de septiembre de 2007), salga a anunciar públicamente que está cometiendo varios delitos, por lo cuales, según las leyes vigentes, tendría que pagar hasta nueve años de cárcel y elevadas multas. Ni aún si fuera verdad la falacia que declara sobre el aumento de productividad, les generaría ganancias suficientes para pagar de 300 a 3 mil días de multa por productor, como establece el Código Penal Federal en este caso.
Entonces la pregunta es: ¿por qué lo anuncia? Si fuera verdad que están plantando maíz transgénico, resulta evidente que alguien le ha garantizado pagarle los costos de la multa y/o impunidad frente al delito cometido. No cuesta mucho imaginarse quienes podrían haber sido: las mismas trasnacionales de los agrotransgénicos que han costeado hasta ahora todos los campos pagados de las “asociaciones de productores” mexicanos pidiendo que se autorice la siembra del maíz transgénico que ellas monopolizan. No quisiera especular sobre cómo harían para garantizarles que no fueran a la cárcel, pero quizá tampoco les falten medios para tal cosa, luego de conseguir que el propio Congreso aprobara varias leyes totalmente en su favor y en contra de los intereses nacionales (la de bioseguridad, la de semillas, la de bioenergéticos).
O podría ser solamente una maniobra mediática, para llamar la atención sin tener que remunerar campos pagados, consiguiendo propaganda gratis en los medios, pero si se busca, no hay tal plantación. En cualquiera de los dos casos, les sale barato afirmar cualquier sarta de falsedades –como el cuento de la mayor productividad y la disminución del uso de agrotóxicos, que no se dado ni en los campos supertecnificados de Estados Unidos ni en las tierras mucho más fértiles de Argentina, los dos mayores productores de transgénicos a nivel global–, sencillamente porque no se puede comprobar. Lo que da risa, porque muestra lo ridículo de sus mentiras, es que afirme que ahorran agua, ya que no existe ningún maíz transgénico aprobado para comercialización que sea tolerante a la sequía (o “eficiente en consumo de agua”, como le llaman las trasnacionales). Tampoco ninguno de los países que producen maíz transgénico ha declarado tales resultados, cosa que propagandísticamente no desaprovecharían las empresas, ¿verdad?
Pero, como nos aclara Víctor Quintana en el artículo citado, estos productores fueron invitados recientemente por Monsanto a un “technology showcase tour” en Estados Unidos; es decir, a una exhibición de tecnología de los productos que están intentado desarrollar, y por tanto Villarreal, ya en tren en inventar beneficios de los transgénicos, le agregó algunas propiedades de maíces que ni siquiera existen aún en el mercado desde el que declara contrabandearlos.
Lo realmente preocupante es que la contaminación ha sido usada intencionalmente por las trasnacionales de los agrotransgénicos como estrategia para forzar la legalización de estas semillas frankenstein. Por ejemplo, en Brasil, los grandes latifundistas productores de soya, con el apoyo de las empresas, contrabandearon por años soya transgénica y la plantaron –con la misma estrategia de declararlo a la prensa– para crear la base de justificación a un gobierno que terminó aprobando su comercialización frente a lo que llamó un “hecho consumado”.
En el caso de México, estos productores que dicen “que tienen que buscar la papa” y por eso quieren plantar transgénicos están cavando su propia tumba: con los transgénicos se entregan de manos atadas a la dependencia feroz y sin vuelta, en las condiciones que les impongan las trasnacionales.
Si realmente han cultivado maíz transgénico, como afirman, saben mejor que nadie que la única verdad de lo que declaran es que la semilla es mucho más cara. Todo lo demás no se cumple o, en el mejor caso, no se diferencia de los híbridos. ¿Para qué entonces colocar el patrimonio genético de México en riesgo? Con los transgénicos, además, si guardan una parte para volver a sembrarla, serán perseguidos legal y despiadadamente –ahora sí, sin ninguna protección– por las mismas trasnacionales que los están “apoyando”.
Pero lo realmente grave es que están agrediendo violentamente a la enorme mayoría de los campesinos y de la población mexicana que por razones culturales, económicas, ambientales, históricas, de salud se opone al maíz transgénico en México. Donde haya transgénicos en los campos, la contaminación siempre llegará al maíz campesino: es solamente cuestión de tiempo. Por tanto, con esta violación, los agricultores del norte no están decidiendo solamente sobre sus propias condiciones de vida, sino sobre la de todos los campesinos e indígenas de México, sus derechos y prácticas ancestrales. Esto no es un simple delito más: es un crimen histórico mayúsculo.
* Investigadora del Grupo ETC
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