Gustavo Iruegas/ II
Aunque el fuero de guerra ha estado presente a lo largo de la historia nacional, en la actualidad se ha hecho evidente la necesidad de revisar tanto su pertinencia cuanto sus modalidades. Esa necesidad surge de la contradicción que se presenta entre las misiones conferidas a las fuerzas armadas y su desempeño en la práctica.
Las leyes orgánicas del Ejército y Fuerza Aérea mexicanos y de la Armada de México determinan las misiones de estas fuerzas. En ambos casos se consigna como misión específica la de garantizar, además de la defensa exterior, la seguridad interior. Esto significa que las tres instituciones tienen entre sus tareas sustantivas ver por el orden interno, la seguridad pública y la protección civil, aunque, para los efectos de este escrito, las que interesan son las dos primeras.
Más que hacer la guerra en el exterior –algo prácticamente impensable para un gobierno que no puede transportar sus tropas al extranjero, que no fabrica sus propias armas y cuyo pueblo tiene una acendrada vocación pacifista– la defensa exterior significa prevenir y resistir ataques provenientes del exterior.
Asegurar el orden interno implica mantener, por un lado, la estabilidad del gobierno (dificultoso concepto que a su vez contiene el de la legitimidad del régimen, la solidez de las instituciones y la probidad de los funcionarios), y por el otro, la paz social, que incluye la tranquilidad y la avenencia sociales.
La seguridad pública es tarea primaria de las autoridades civiles y solamente cuando son superadas por la intensidad, frecuencia y magnitud de las transgresiones a la ley piden al Ejecutivo federal el auxilio de las tropas. Ésta es precisamente la situación actual: las fuerzas armadas están haciendo labores de policía. Desde el lado de la población, lo que se ve (y se siente) es al ejército en las calles.
Tanto en tareas de defensa, de mantenimiento del orden interno como de respaldo a la seguridad pública, las fuerzas armadas son instituciones que disponen de las armas nacionales, lo que es, al mismo tiempo, una responsabilidad y un privilegio frente a la población civil.
Es sabido que la posibilidad de controlar la conducta de hombres armados descansa en la jerarquía y la disciplina y ésta se logra mediante la aplicación de la ordenanza militar entre la que destaca el Código de Justicia Militar que hace realidad el fuero de guerra.
El artículo 13 constitucional prohíbe que la justicia militar se aplique a civiles y dispone que en los asuntos de orden militar en los que estuviese complicado un paisano corresponda a la autoridad civil conocer del caso. La primera parte de esta disposición se cumple, la segunda no.
El Código de Justicia Militar contradice el precepto constitucional. Su artículo 57 hace delitos contra la disciplina militar los del orden común o federal que fueren cometidos por militares en los momentos de estar en servicio o con motivo de actos del mismo –y agrega– en los casos en que concurran militares y civiles, los primeros serán juzgados por la justicia militar. La contradicción es flagrante.
Para evitar el problema de enfrentar a los soldados con el pueblo, el gobierno creó la Policía Federal Preventiva, con efectivos militares, pero sin fuero de guerra (aunque se asegura que se hizo un convenio que compromete lo contrario, es un convenio entre las instituciones involucradas, no con el Poder Judicial).
Como esta medida no dio los resultados esperados, se volvió a recurrir abiertamente al Ejército, lo que tampoco funcionó. Se ideó entonces crear, dentro del Ejército, un cuerpo especial dedicado a apoyar a las autoridades civiles, extrañamente a las órdenes directas del comandante supremo (vulgo, Presidente de facto). Cuando este cuerpo, con todas las características de un cuerpo de policía militar e investido de fuero de guerra, se presentó en sociedad el 16 de septiembre último, se anunció una modificación en su concepción y se dijo que estaría al mando ¿legal? de los secretarios de Defensa, de Seguridad Pública y de Gobernación. En todo este asunto es como si el gobierno hubiera caído en arenas movedizas en las cuales cada vez que se mueve se hunde más.
Quizá las autoridades castrenses no tengan mayor inconveniente en que los soldados sean juzgados civilmente cuando se trata de casos en que se presume al acusado personalmente responsable de sus actos, como podría ser un pleito de cantina o un crimen pasional.
Es diferente cuando la queja proviene de su actuación durante el cumplimiento de una misión militar o de un acto del servicio, especialmente si se trata del acatamiento de una orden; la justicia militar reclama el caso para resguardar la capacidad de mando y por cierta actitud gremial que le resulta difícil reconocer.
La explicación de fondo está en una vieja práctica de los regímenes dictatoriales que consideran como la única manera de llevar la obediencia a sus últimas consecuencias garantizar la impunidad a los subordinados. Si las fuerzas armadas se enfrentan al pueblo indefectiblemente necesitan la protección del fuero o, vale decir, requieren de impunidad.
Una vez que la fuerza armada actúa en la calle los problemas resultan insalvables porque el ejército está organizado para destruir al enemigo y la policía para controlar a la población de la que ambas fuerzas forman parte. Equiparables son los resultados del carpintero que para atornillar usa un martillo.
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