Por Luis Agüero Wagner.
Aunque eran rufianes crueles, perros sanguinarios, se derretían de ternura y benigna compasión, llorando como dos niños al contar tristes historias de muerte. (William Shakespeare, en Ricardo III)
Un célebre episodio de la historia británica, la muerte del último monarca de la casa Plantagenet y a la vez epílogo de la guerra entre terratenientes y señores feudales que enfrentó a las dos rosas (la blanca de York y la roja de Lancaster), fue popularizada en una famosa y aleccionadora tragedia de Shakespeare; Ricardo III.
Según la tradición, el soberano inglés estaba en medio del campo de batalla en Leicestershire (Bosworth), el 22 de agosto de 1485, cuando su caballo perdió una herradura, tropezó y rodó, cayendo el rey Ricardo al suelo. Antes que el jinete pudiera tomar las riendas, el asustado animal se levantó y echó a correr. Ricardo miró en derredor, viendo que sus soldados daban media vuelta y huían, y las tropas de su enemigo Enrique Tudor lo rodeaban.
Según la leyenda recogida por el celebrado dramaturgo, el último monarca de la casa de York agitó su espada en el aire y presa de la desesperación gritó: ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!
El episodio, histórico o no, da realismo y elocuencia a la desesperación humana ante un destino trágico, mostrando al hombre más soberbio y poderoso como capaz de renunciar incluso a lo más sacrosanto, por salvar algo tan insignificante al aferrarse a la propia vida.
Al final, Enrique Tudor recoge en el campo de batalla la ensangrentada corona y se convierte en Enrique VII.
Me vinieron a la memoria la frase y la escena shakespearianas ante el espectáculo no menos trágico de los atomizados luguistas que ya sin fe en la alternancia, buscan desesperados incrustarse en las listas parlamentarias. Aunque sea -lógicamente - para sobrevivir ellos en la politiquería, ante la desintegración evidente de su artificial y oportunista 'corriente política', que sostenidamente cae en picada en las encuestas y a la que ningún analista objetivo ve ya con chances reales de poder para el 2008.
Con actitud atolondrada y ansiosa, referentes del PMas, Tekojoja, PEN y otros impolutos autoproclamados salvadores de la patria, parecen parafrasear tragicómicamente al último Plantagenet en medio de los desolados campos de la derrota en Bosworth gritando ¡la alternancia por un zoquete'.
Este último es, en definitiva, el trueque que negociaron con el oficialismo colorado nuestros izquierdistas, más falsificados que DVD comprado en Ciudad del Este, y tan inconsecuentes que sin dudar podríamos ubicarlos a la diestra de Nicanor en el espectro político.
Al final de cuentas, el jefe de campaña de Blanca Ovelar se presenta como chavista convencido, ataca al imperialismo por su avaricia, denosta contra la prensa de ultraderecha y hasta se fotografió con Khadafi.
En contrapartida, ¿qué han hecho nuestros revolucionarios defensores de las clases populares? Hasta ahora sólo han desviado hacia el electoralismo dólares imperialistas enviados por instituciones controladas por George W. Bush (y recibidos a través de ONGs fantasmas), han rehuído cobardemente al debate sobre los procesos cubano, boliviano, ecuatoriano y venezolano agresivamente planteados desde la derecha, además de avergonzarse de la propia identidad política que proclaman y coquetear rastreramente con la prensa subsidiaria de la CIA para obtener espacio en ella.
En el terreno de las alianzas, han arruinado el capital político de un hombre de consenso como Fernando Lugo (al que confundieron con el caudillo de carisma irresistible que no es), desatando una bochornosa pugna por su favoritismo en la que el mismo candidato perdió el norte.
Digan lo que digan los sepultureros de la Concertación: Llano, los primos Filizzola, Camacho, Rolón Pose, Nils Candia, etc., etc. Ellos y sólo ellos serán los verdaderos responsables del continuismo colorado por mostrarse incapaces de representar alternancia o cambio alguno, al punto que muchos hoy identificamos al voto en blanco como el único y auténtico voto castigo posible.
Al igual que el shakesperiano Duque de Gloucester, el rey Ricardo III, todos ellos se han planteado en la escena como bajos personajes capaces de asesinar a quien obstaculice su camino al zoquete: sea este su propio hermano, cuñada o sobrinos.
Al igual que el último rey inglés en morir en los campos de batalla víctima de su propia sed de poder, y también luego de un espectacular camino hacia el trono que acabó en abrupta caída, -aunque en una versión empequeñecida y mucho más burda- nuestros actores locales del presente nos han planteado el mismo dilema político: ¿Hasta dónde puede llegar el ansia de poder?¿Cuánta bajeza es capaz de engendrar?
En la tragedia de Shakespeare, las herramientas para trepar del protagonista fueron el engaño, la hipocresía, la crueldad y la burla, todas ellas monedas que han demostrado ser las únicas de curso legal en nuestro Paraguay del siglo XXI.
Al igual que nuestros actores presentes, el personaje de Shakespeare se dirigió al público ofreciendo la oportunidad de conocer las oscuras motivaciones de sus actos y de esta manera hacerse cómplice, considerando al personaje como una víctima de las circunstancias que lo rodean, de sus debilidades y de su pasado.
Es la misma estrategia con que desde el poder los opositores han sido invitados a participar del esquema de la podredumbre, y se han convertido en cómplices del prebendarismo y la corrupción oficial, humillados al extremo de aparecer hoy luchando entre sí por las migajas sobrantes que desde el palco puedan arrojarles los colorados.
Es que, como lo diría el mismo Shakesperare, algunos nacen grandes, algunos logran grandeza, a algunos la grandeza les es impuesta y a otros sencillamente la grandeza les queda grande.
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