Luis Alberto Rodríguez
Desde Abajo
Luego ellos, los de nadie, acuden a los panteones a visitar a sus muertos, porque la memoria traiciona en días como éstos. A pesar de los meses de divagación, olvido y frio, sus muertos siempre regresan y obligan a llorar por ellos
Estuvo parado largo rato frente a la Iglesia de San Francisco y no le importó que para esas horas de la mañana, el frío calara mucho más. Lo alumbraba el farol, que aún prendido, se encuentra en la esquina con la avenida Hidalgo, justo frente a una cafetería que iba abriendo sus cortinas. Eran las siete y media de la mañana, y al sonar la hora en las bocinas de la tienda que mantenía sintonizada una estación de radio de la ciudad, el indigente plantó bandera sobre el poste de luz y se dedico a desayunar su pobreza, el tiempo y leche directa de la caja.
Para este jueves que las novias y sus novios se pasean con su pose y su blof por los decadentes centros comerciales y sus cines son sólo horror ficticio y jalouin, en la calle no hay más que Día de Muertos. No del amor, no de la amistad. Acá se proyectan largometrajes dramáticos, escritos, actuados y dirigidos por quienes desde el otro lado de la vitrina, inclinan la cabeza para recoger una lata de aluminio. De banqueta a banqueta todo es diversión, “son pobres porque quieren”, diría aquel funcionario multipartidista.
Luego ellos, los de nadie, acuden a los panteones a visitar a sus muertos, porque la memoria traiciona en días como éstos. A pesar de los meses de divagación, olvido y frío, sus muertos siempre regresan y obligan a llorar por ellos.
Como “Lupita” que tiene como 80 años, y desde hace 40 más-menos, visita la tumba de su padre en día de Todos Santos. Como ella, su padre vivió sus últimas veintenas de meses en la miseria y mendigando desde el cerro de Cubitos hasta Mestranza; algunos fines de semana, subía a Real del Monte porque sabía que allí llegarían los “ricos”.
De el cúmulo de pobreza, Martín, como se llamaba, sólo le dejó a “Lupita” un pequeño cuarto, mitad de concreto mitad de lámina, en la punta del cerro de Cubitos, donde ella vive; una carriola de lámina donde transportar lo que lograra mendigar, y una diabetes que está por dejarle ciega.
Pero allí esta, con todo y achaques, ante la tumba de su padre como cada uno de los Días de Muertos. Le lleva un ramo de vaina, epazote y flores silvestres. Limpia su tumba de piedras y con un pedazo de su sueter le quita las telarañas que le sobreviven, en tanto con un palo arranca las flores marchitas que se adhirieron a los botes de lámina donde había dejado, hace un año, otro ramito de la misma ofrenda.
Con todo y que le pegaba cuando niña, su padre muerto es el único recuerdo físico –o el más importante-, que le queda. Por eso, nada se parece al Día de Muertos para exculparnos de la miseria y el dolor; cuando ella misma o su padre son Todos Santos.
Noticia original:
Todos Santos: Los pobres
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