Editorial
El domingo pasado se realizaron tres comicios en otras tantas entidades de la República: en Michoacán, para gobernador, Congreso local y alcaldías, y en Tamaulipas, Puebla y Tlaxcala, para renovar poderes legislativos y ayuntamientos.
En términos generales, los resultados no arrojan sorpresas con respecto a las previsiones iniciales: el perredista Leonel Godoy ganó la gubernatura de Michoacán, con el margen esperado, a su contrincante panista, Salvador López Orduña; el PRI refrendó sus cacicazgos en Tamaulipas y Puebla, y el partido que detenta la Presidencia no tuvo más éxitos que el de Tlaxcala, donde, en medio de trapacerías tradicionales perpetradas por albiazules y tricolores, logró la mayoría del Congreso.
Las noticias no son buenas para ninguna de las tres principales fuerzas electorales del país ni, ciertamente, para la ciudadanía.
El PRI ha mantenido su control en las entidades que gobierna, pero no ha logrado –salvo algunas alcaldías– recuperar terreno en Tlaxcala y Michoacán. Esto significa que si bien en Tamaulipas y Puebla la maquinaria corporativa está aceitada para aplicar, bajo el control de los respectivos gobernadores, los procedimientos jurásicos habituales, el priísmo nacional permanece en un pasmo que dura ya siete años, que lo ha convertido en una mera confederación de feudos estatales.
El partido del sol azteca, por su parte, ha logrado dejar en suspenso sus sempiternos pleitos intestinos para enfrentar los mecanismos de mapachería que pretendieron realizar en Michoacán tanto panistas –con su aliada electoral Elba Esther Gordillo– como priístas. Y no logró más: en esta plaza el PRD obtuvo una gubernatura acotada por una representación minoritaria en el Legislativo y con un cúmulo de conflictos que Leonel Godoy deberá enfrentar en las filas de su propio partido.
Con todo, el panismo se llevó la peor parte de los procesos celebrados el domingo. No es nada halagüeño para el gobierno de Felipe Calderón que, a menos de un año de haber tomado posesión de una presidencia cuestionada de origen, su partido no haya logrado ningún avance contundente en las elecciones efectuadas de diciembre de 2006 a la fecha, que haya perdido en Yucatán y que, para colmo, no haya obtenido la victoria en el estado natal del propio Felipe Calderón.
El dato debería ser particularmente alarmante para Acción Nacional, habida cuenta de las debilidades de sus principales contrincantes: mientras el sol azteca continúa enfrascado en resolver –o perpetuar– sus divisiones y enconos internos, el PRI sigue padeciendo los efectos de su paso al tercer lugar en la elección presidencial del año pasado y el lastre de una imagen tradicional –antidemocracia, corrupción, corporativismo– que se enfrenta al rechazo inequívoco de una porción mayoritaria de la ciudadanía.
Lo menos importante de los comicios es la nula variación del mapa electoral; con o sin cambios, el hecho desolador es el estancamiento –si no es que regresión– en el desarrollo democrático del país y la creciente distancia entre la sociedad y una clase política empeñada en repartos de poder que no inciden ni mucho ni poco en circunstancias nacionales peligrosas y tal vez explosivas, empezando por el descrédito generalizado de la vida institucional.
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