Rolando Cordera Campos
La rutina le dio sabor a nada al primer año de un gobierno acosado por sus propios espectros y compromisos. Los ecos de triunfo que se ha buscado inventar no han podido calar en una opinión pública que asiste perpleja y asustada a los inicios de otra campaña militar sobre las ciudades fronterizas, en el turno Reynosa, mientras se medio entera de que al licenciado Felipe Calderón lo llevan a volver a cantar el milagro de los panes en las cifras sobre el empleo, para ser corregido al día siguiente por las agencias internacionales o los periódicos reportes del INEGI.
El asalto al futuro propuesto por el secretario Agustín Carstens pertenece al terreno de la ciencia ficción. Hacer cita en 2012 para que la economía recupere la banda inferior de su trayectoria histórica de alrededor del 5 por ciento anual, es convocar a los brujos y a las hadas en un solo llamado: he aquí, se dirá, un país que por decreto deconstruyó el calendario, borró de su horizonte y agenda lo inmediato, y se impuso a la adversidad ambiente haciendo como si los años intermedios no existiesen: todo será el año final del sexenio, cuando el milagro renazca y nos saque de la abulia y el sopor de seis años imaginarios en los que no pasó nunca nada.
La reforma del Estado propuesta por el Congreso tiene que vérselas ahora con la ruptura del consenso orquestada por unas formaciones políticas siempre emergentes que veneran su eterna juventud al costo de un régimen de coaliciones que rebasó ya la barrera del pudor. Pero lo cierto es, por otra parte, que en materia de reforma electoral es básico contar con el concurso de todas las fuerzas en juego, y que lograrlo requiere de algo más que contabilidades elementales de votos, pérdidas y ganancias.
Avanzar en la reforma se mostrará vital una vez que se deje atrás la curiosa burbuja mediática montada por la gran empresa y sus oficiosos exegetas, bajo el supuesto de que la libertad de expresión y la democracia están amenazadas de muerte por los partidos. Entonces, cuando los dados del IFE se hayan acomodado y los negociantes hagan cuentas y “pro formas”, el déficit institucional de fondo se hará patente y los grupos dirigentes o dispuestos a serlo quedarán ante el hecho crucial de toda política nacional de poder: que procesos como los electorales son insuficientes y pueden ser engañosos, si no descansan en capacidades hegemónicas y recursos materiales y políticos que no pueden sino almacenarse y reproducirse en el Estado a partir de una legitimidad elemental, sostenida en la aceptación social del poder constituido. Poco de esto ocurre hoy en México y es ahí, en este vacío, donde vive y se nutre la crisis actual.
La legitimidad del poder constituido formalmente sigue en veremos, porque la herida de 2006 no ha cerrado ni cerrará, de continuar el gobierno en su empeño de convencerse y convencernos que todo y todos vamos bien, cuando la evidencia cotidiana nos dice lo contrario, y no como hipótesis impertinente sino como encontronazo grosero con la realidad inmediata: los que se van al norte no lo hacen en tour para quinceañeras, mientras que los que se quedan no ven sino escándalos en las cumbres y, ahora, cerrazón miope y majadera en la justicia superior.
La impunidad secular que se instaló en México cuando el aliento o la esperanza cambiaron de piel y se volvieron realismo corriente, no puede revivir como práctica central del poder democrático, pero la diaria presencia de la banda del SNTE en Los Pinos, o los opacos manejos financieros en las privatizaciones, o la prepotencia obtusa del oligarca minero, nos hablan de su reproducción satánica propia de la pulp fiction. Muy lejos este panorama, de las promesas de una democracia celebrada como ejemplar por muchos hasta que otros muchos que no compartían tal triunfalismo se atrevieron a contradecir y llevaron al gran dinero a coaligarse con la gran corrupción para imponer un resultado y defraudar a los que por lo menos le concedían el beneficio de la duda al edificio electoral montado a la carrera en la emergencia de 1994 y que luego el presidente Zedillo quiso bautizar como eterno, para sólo agravar su debilidad de fondo.
En su despliegue, esta combinatoria de autoengaño, bienvenida desde el poder de la impunidad más agresiva, ausencia de proyecto económico y mediocridad productiva, tarde o temprano erosionará los pactos que quedan, todos ellos cancerosos, pero también lo que hayamos conservado de confianza en la política como vehículo histórico para salir del atolladero y afrontar la adversidad. De la política solía el país sacar fuerzas inesperadas y convertir sus flaquezas en activos de cooperación y empresa para el desarrollo. Así lo enseñó el presidente Cárdenas y así se pudo hacer, o imaginar que podía hacerse, cuando la violencia política asomó su nariz envenenada en 1994.
De entonces para acá, todo o casi todo ha sido autocomplacencia y puerilidad discursiva sobre el Estado de derecho, hasta volverlo folklore barato. La fiesta pueblerina de este primer año de vivir de nuevo en peligro no podrá llenar los huecos mayores de la imposición y del abuso ahora consagrado por seis ministros de la Suprema Corte.
La reforma tendrá que ser mayor y remover los resortes morales y culturales que se apoderan del espíritu público para venderle una normalidad que sólo viven los que invierten en el exterior. Lo demás, incluida la feria de candidaturas que ha traído el IFE imaginario a tierra de indios, es lo de menos. La cruz no pesa lo que cala, pero sí sus filos.
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