León Bendesky
El primero de enero de 2008, conforme a los calendarios de desgravación pactados originalmente en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que entró en vigor hace 14 años, se liberarán los aranceles para una serie de productos agrícolas, notablemente el maíz y el frijol.
A pesar del calendario negociado y del tiempo transcurrido, las condiciones económicas en México han hecho que las importaciones de maíz hayan crecido anticipadamente de modo acelerado. De tal manera que en el periodo reciente entraron más de 10 millones de toneladas anuales de ese grano, cuyos productores en Estados Unidos reciben grandes subsidios por parte de su gobierno.
No puede haber libre comercio efectivo con una desigualdad explícita y sostenida entre los participantes. Ambas partes lo saben, pero no lo cuestionan porque así son las reglas del juego y así lo exige la diplomacia económica y política. No es casual que la Organización Mundial de Comercio se hunda en el pantano de la liberalización del comercio agrícola que la tiene prácticamente en un estado terminal.
Productores agrícolas y especialistas sostienen que la inminente apertura expulsará aún más campesinos de la tierra, que se añadirán a los alrededor de 6 millones que la han abandonado desde 1995. Pero no debe olvidarse que esta cuestión fue abiertamente reconocida y, además, aceptada como un resultado deseable por los promotores de esa reforma desde el gobierno salinista.
No debe perderse de vista tampoco que nadie en las administraciones que le han seguido haya cuestionado las evidencias del proceso de apertura en medio de la crisis de la producción campesina. A la situación económica y social que esto causa, se suma la repercusión adversa sobre las variedades nativas del maíz, de las cuáles 59 se presume que desaparecerán progresivamente.
Durante más de una década no se actúo de manera planificada y con miras de largo plazo para provocar un ajuste en las condiciones productivas y amortiguar, así, los efectos negativos de la apertura pactada. Vaya, ante la intervención flagrante de los gobiernos de Estados Unidos, los sucesivos gobiernos en México han actuado esencialmente por omisión o, en el mejor de los casos, de manera muy insuficiente aunque a sabiendas de lo que ocurre con la política económica que se ha seguido. No se negociaron mecanismos compensatorios para el sector agrícola como los que existen en el caso de otros procesos de integración comercial y económica, como ocurrió con España o Portugal en el seno de la Unión Europea.
Ya es tarde para todo eso. Tarde puesto que no ha estado en el ánimo reformador ni en la perspectiva del país de los cuatro gobiernos anteriores ni el actual intervenir de modo sensible para racionalizar en lo posible la dinámica de la apertura, la liberalización y la desregulación que se han dado a distintas áreas sensibles del funcionamiento de esta sociedad.
En el balance de los resultados que ha provocado la liberalización comercial –cuya fase final se da con el comienzo de 2008– y a los que deben sumarse los generados por la liberalización financiera luego de varias crisis tienen, necesariamente, que incluirse aquellos que apuntan al debilitamiento del conjunto de la estructura productiva del país y, por supuesto, de la estructura social: pobreza, desempleo y subempleo y emigración. La economía mexicana no recupera su capacidad de crecimiento y eso no se compensa con la relativa estabilidad financiera.
Desde un punto de vista opuesto se argumenta que el TLCAN cumplió con su principal objetivo, que era aumentar las corrientes del comercio (cuyo valor se ha triplicado) y de las inversiones asociadas con el intercambio. Hay quienes estiman que el tratado ha contribuido a acelerar la transformación económica del país, dejando de ser una economía cerrada y dirigida centralmente, así como al cambio político desde el autoritarismo de un partido único de Estado a la alternancia con la oposición. Para algunos entusiastas, México es un país abierto y cuenta con una dinámica y moderna democracia de mercado.
El debate del libre comercio es ya muy viejo, proviene de fines del siglo XVIII y sus términos no han cambiado mucho. Desde entonces se sabe que el comercio entre países con muy distintos niveles de desarrollo provoca que en ambos haya ganadores y perdedores. La teoría económica puede demostrar que el comercio libre aumenta la riqueza de un país, pero no que sea favorable para todos. Uno de sus efectos es la creciente desigualdad a lo largo de la sociedad, tanto en las ricas como en las pobres. Esa última circunstancia se agrava en el caso en que existen fuertes distorsiones en los mercados, es decir, en la determinación de los precios y las cantidades, incluidos, por supuesto, los del mercado de trabajo.
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