Luis Hernández Navarro
Salvo porque sus nombres comienzan con la letra “m”, Malawi y México parecen no tener mucho en común. Las diferencias en el tamaño de la superficie que ocupan, en su población y en sus economías son enormes. Sin embargo, es útil comparar sus políticas agrícolas porque mientras la agricultura mexicana se encuentra al borde del abismo, el país africano ha protegido y vigorizado la suya notablemente.
Durante años, ambas naciones cumplieron fielmente los dictados del Fondo Monetario Internacional (FMI) y Banco Mundial. México, además, siguió al pie de la letra las medidas de liberalización comercial acordadas a raíz de la firma del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN), que no son más que una versión más pura de las recetas del llamado Consenso de Washington.
Malawi es una pequeña nación africana sin salida al mar, ubicada en el sureste de África. Cuenta con una población de 12 millones de personas, que viven, en su mayoría, en zonas rurales. Su economía, preponderantemente agrícola, está muy poco desarrollada. La agricultura representa 42 por ciento del PIB y 82 por ciento de sus ingresos por exportación. Cultiva café, té, algodón y maíz. La ayuda internacional es fundamental para su funcionamiento.
En 2005 la cosecha de maíz fue desastrosa. Cinco millones de personas hambrientas requirieron de ayuda alimentaria de emergencia. No obstante, dos años después, la situación cambió drásticamente. Su producción del cereal es ahora excedentaria y la exporta a los países vecinos. Mientras que en 2002 cosechó poco más de medio millón de toneladas del grano, en 2007 alcanzó la cifra de 3.4 millones de toneladas. Malawi vende ahora más maíz al Programa Mundial de Alimentos de la ONU que cualquier otra nación de esa parte de África.
Lo que ha permitido a esa nación pasar de las hambrunas a siembras abundantes puede resumirse en un par de lecciones: subsidiar la producción agrícola, haciendo a un lado las presiones de los organismos financieros multilaterales para que no lo hiciera.
Según el FMI, Malawi tenía una “excesiva dependencia del maíz” y era más conveniente que lo comprara en el mercado mundial en lugar de cultivarlo, pues algunos de sus vecinos lo producen más barato. Un documento de la institución de junio de 2002 reconoce que “la estrategia del gobierno en virtud de los programas de 1998 y 2000 respaldados por el FMI y el Banco Mundial consistió en poner fin a la intervención del gobierno en el mercado de maíz y al mismo tiempo ofrecer subsidios alimentarios enfocados hacia los sectores pobres”.
El resultado de esta política fue fatal. El mismo Banco Mundial tuvo que admitir que la reducción de los subsidios internos había incrementado los precios de los fertilizantes a niveles alarmantes, y que no había reconocido la necesidad de mejorar los suelos. Según el economista Jeffrey Sachs, “los donadores eliminaron el papel del gobierno y se acumularon los desastres”.
En contra de los “recomendaciones” oficiales, Malawi decidió subsidiar los fertilizantes y, en menor medida, las semillas, así como otorgar un estímulo al incremento en la producción. De acuerdo con Patrick Kábame, funcionario del Ministerio de Agricultura, “nuestra gente está pobre porque carece de los recursos para aprovechar el suelo y el agua que tenemos”.
Muy otra es la actitud del gobierno mexicano. Frente a la entrada en vigor de la última fase del TLCAN, que implicará la devastación de amplias franjas del México rural, el secretario de Agricultura, Alberto Cárdenas, aseguró que los productores mexicanos están listos para enfrentar el desafío y descartó que fuera a renegociarse el capítulo agropecuario del tratado. Lejos de reconocer la magnitud del desafío, el Ejecutivo lo enfrenta patrocinando comerciales en los medios electrónicos en los que aparece la golfista Lorena Ochoa defendiendo los “éxitos” de la agricultura patria. Los anuncios son una verdadera confesión de que lo único que conoce la mayoría de los burócratas de Sagarpa son los campos... de golf.
Ahogado el niño, los funcionarios mexicanos se niegan a tapar el pozo. Aunque el agro vive una de sus más severas crisis y a partir del próximo año la situación será aún peor, se niegan a tomar medidas efectivas en defensa del campo. Su estrategia de apostar el futuro del agro a una hipotética resolución de la Organización Mundial del Comercio (OMC), para que Estados Unidos, la Unión Europea y Japón reduzcan los apoyos que brindan a sus productores no funcionó ni funcionará.
Llevar el asunto de los subsidios agrícolas a la OMC está condenada al fracaso. Primero, porque México renunció a los precarios instrumentos de protección que esta institución le ofrecía al pactar el TLCAN en los términos en que lo hizo. Segundo, porque el vecino del norte ha seguido siempre una política de doble moral en este terreno. Y tercero, porque la posibilidad de alcanzar un acuerdo en este punto está más lejos que nunca.
Para acabarla de amolar, la situación en el campo mexicano será aún más adversa a partir de la nueva coyuntura mundial. El nivel de reservas de granos y oleaginosas de acuerdo con los estándares históricos ha disminuido dramáticamente y sus precios se han incrementado. El costo del maíz, trigo, soya, se ha ido a las nubes. También el de los alimentos que se elaboran a partir de ellos, afectando a los consumidores pobres. La Ley agrícola de Estados Unidos próxima a aprobarse no parece contemplar una reducción significativa de las subvenciones. Por supuesto, el gobierno mexicano no ha hecho apenas nada para enfrentar adecuadamente el nuevo reto.
Bingo wa Mutharika, presidente de Malawi, dijo: “mientras sea presidente, no quiero ir a mendigar comida a otras capitales”. Por eso ha incumplido con las presiones de los organismos financieros multilaterales y defendido su agricultura. En cambio, al Ejecutivo mexicano no parece pesarle tener que importar cada vez más alimentos. El resultado de ambas posiciones es que el campo de Malawi florece y el mexicano fenece. Ahí está el detalle.
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