Luis Hernández Navarro
El largo y sinuoso conflicto armado entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) tiene hoy en el intercambio de rehenes por prisioneros uno de sus candentes terrenos de batalla políticos.
La reciente entrega al presidente Hugo Chávez de la ex congresista Consuelo González y de la ex candidata a la vicepresidencia Clara Rojas, por parte de las FARC, es un episodio más de una cruenta guerra que dura ya casi 45 años. Las iniciativas de “intercambios humanitarios” en Colombia no son nuevas. Tienen tras de sí una larga historia. En 1997 y 2002, durante los gobiernos de Ernesto Samper y Andrés Pastrana, se efectuaron exitosos canjes de presos entre la guerrilla y el gobierno.
El anterior intento de intercambiar rehenes y presos, efectuado en octubre de 2006, fue descarrilado por el gobierno de Álvaro Uribe, quien suspendió todo contacto con las FARC, a raíz del ataque de un carro bomba a la Escuela Superior de Guerra en Bogotá, del que culpó a la guerrilla. No obstante, el general Mario Montoya, jefe del Ejército, tuvo que reconocer que el atentado fue obra de soldados que se hicieron pasar por guerrilleros.
¿Abrirá la puerta esta entrega unilateral de dos rehenes por parte de las FARC a un intercambio más amplio de prisioneros? ¿Se estarán sentando las bases para solucionar la guerra en Colombia a través de medios políticos?
A pesar de la creciente presión que existe dentro y fuera de Colombia para canjear rehenes, y del estancamiento del conflicto militar, la iniciativa difícilmente caminará a corto plazo. La administración de Uribe se niega a aceptar las condiciones fijadas por la guerrilla para hacerlo, pero no tiene fuerza suficiente para obligar a los guerrilleros a entregar sus prisioneros ni forma de rescatarlos.
La entrega de las dos rehenes a Hugo Chávez fue un duro golpe para Álvaro Uribe. Severamente cuestionada dentro del Congreso de Estados Unidos (véase: “La agonía de Álvaro Uribe”, Cynthia J. Arnson, Foreign Affaires), la administración colombiana tuvo que encajar, además, la iniciativa del mandatario venezolano de considerar fuerzas beligerantes a las guerrillas colombianas y de retirarles la etiqueta de terroristas. Las FARC ganaron presencia política.
El descalabro de Uribe ha querido ser subsanado con una peligrosa jugada política. El presidente ordenó a las fuerzas armadas “avanzar y cercar” las zonas donde la guerrilla mantiene rehenes, para presionar su liberación. La medida pone en riesgo la vida de los detenidos políticos de las FARC.
Colombia tiene una larga tradición de conflictos armados. Las guerrillas en activo más antiguas de América Latina son de ese país. Las FARC fueron fundadas en 1964, en mucho como herencia de una guerra civil no declarada, protagonizada entre 1946 y 1953 por el partido liberal y el conservador, conocida como La Violencia, así como de las luchas agrarias y de autodefensa promovidas por el Partido Comunista.
En Colombia se efectuaron también las negociaciones de paz más añejas del continente. La primera se realizó en 1953. Los rebeldes entregaron las armas y se reinsertaron en la vida política legal, a cambio de ofrecimientos que nunca se hicieron realidad. Casi 30 años después, en 1982, se otorgaron las primeras amnistías a guerrilleros provenientes de movimientos armados modernos.
El gobierno de Uribe ha sido incapaz de arrinconar militarmente a las FARC. Más allá de lo que la propaganda oficial difunde, los mandos de la guerrilla no han sido tocados, sus estructuras básicas están en pie y conserva su retaguardia profunda. Ciertamente han recibido golpes fuertes en Cundinamarca y una comuna de Medellín, pero no han modificado la correlación de fuerzas global.
Las FARC pasaron de tener unos 3 mil hombres en 1987 a 5 mil 380 en 1990, 6 mil 900 en 1994, unos 12 mil a fines de 1998, bien armados, distribuidos en 70 frentes de guerra en cerca de la mitad del territorio. En la actualidad podrían contar con unos 16 mil elementos, por lo menos.
Las negociaciones entre guerrilla y gobierno en Colombia distan mucho de ser una página en blanco. Al menos ocho organizaciones armadas acordaron previamente su reinserción en la vida pública. Las mismas FARC han vivido una larga ruta de acercamientos y desencuentros en la búsqueda de la reconciliación. Curiosamente, las experiencias previas, incluso algunas que en un primer momento parecían haber concluido exitosamente, han provocado muchas frustraciones y desconfianzas.
El 28 de marzo de 1984 las FARC y el gobierno de Belisario Betancur firmaron los acuerdos de la Uribe, en el que las partes se comprometieron a un cese bilateral del fuego y a procurar de manera conjunta una salida política al conflicto. El gusto no duró mucho tiempo. La reconciliación abortó con un altísimo costo para el país.
Entre la herencia que ese pionero proceso de paz arrojó se encuentra la formación de un polo político partidario, legal y electoral, alrededor de la Unión Patriótica (UP), impulsada por las FARC y el Partido Comunista. El movimiento cosechó tanto triunfos como represión. Murieron violentamente cerca de 3 mil militantes de la UP. En esas circunstancias, las FARC concluyeron que no había garantías para desmovilizarse.
La negociación política como vía para resolver el conflicto armado interno está lejos de ser un punto en la orden del día, por más que sea una exigencia de la sociedad civil colombiana.
A pesar de que la difusión de los testimonios que vinculan a los más altos mandos de la coalición gobernante con los paramilitares y el narcotráfico siguen sonando fuerte, la administración de Uribe ha obtenido de la guerra buenos dividendos políticos. Su oferta a las FARC sigue limitándose, en lo esencial, a negociar la desmovilización y la reinserción. Aunque necesiten oxígeno político, los guerrilleros reivindican una zona desmilitarizada y reformas sustantivas que el gobierno rechaza.
La reconciliación en Colombia sigue esperando su hora. La guerra por la paz continúa.
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