Carlos Montemayor
Hace algunos meses comentamos que uno de los efectos más sobresalientes de los atentados del Ejército Popular Revolucionario (EPR) a los oleoductos en Quintana Roo, Guanajuato, y otros estados de la República, fue la inesperada reconversión de Petróleos Mexicanos (Pemex) en un “patrimonio de todos los mexicanos”. En las pasadas cuatro administraciones presidenciales Pemex se ha visto sometido a un proceso de desgaste, privatización y endeudamiento para preparar y forzar su desaparición total como empresa pública. Su carácter de fondo revolvente del gobierno federal, su constante cesión a consorcios privados y la corrupción lo apartan cada vez más del desarrollo industrial y económico del país. En este contexto, no carecían de sentido los primeros comunicados del EPR: Pemex ha dejado de ser un “patrimonio de todos los mexicanos” y se ha convertido en uno de los intereses de grupos trasnacionales; se trata de bienes que formalmente desean considerarse negocios privados y no “patrimonio de todos”.
El afán de políticos nuevos y viejos por abrir el sector energético a trasnacionales estadunidenses y europeas tiene como eje recurrente afirmar que faltan recursos para dar mantenimiento y modernizar el equipo complejo del sector. En los años anteriores a 1938, las grandes compañías holandesas, británicas y estadunidenses suspendieron el mantenimiento a sus instalaciones petroleras a fin de disuadir a las autoridades mexicanas de una posible expropiación. Con la política económica iniciada hace cuatro sexenios, en cambio, se decidió que los recursos destinados al mantenimiento y desarrollo de Pemex se fueran reduciendo con el objeto de que la estructura petrolera mexicana llegara a deteriorarse tanto que fuera necesario privatizarla. Antes de 1938 se buscó deteriorar la industria petrolera para que no se nacionalizara. Ahora se buscó su deterioro para privatizarla. Estos procesos históricos de México son asombrosos.
Que la misma estrategia se aplique dos veces en menos de 70 años es sorprendente. Sobre todo porque tanto en el caso de evitar la expropiación como en el de privatizar se piensa que los hidrocarburos son un asunto privado, no público. Están dispuestos hoy los políticos a abrir las puertas de Pemex para que retornen las viejas grandes compañías, o las empresas que descienden de los grandes consorcios petroleros que en la década de los 30 extorsionaron a México. Como decíamos hace algunos años, el pasado no terminó de irse y el futuro no acaba de ser nuevo.
Los funcionarios actuales de Pemex plantean proyectos integrales para exploración, desarrollo, explotación y distribución, de tal manera que la privatización no equivalga al remate de las instalaciones de la industria petrolera mexicana actual, sino que resulte de una nueva industria que cada día, de manera acelerada, torne más inútil a la industria anterior. Es decir, mientras Pemex se extingue, se fomenta una industria paralela.
Esto se ilustra claramente con la apertura de Pemex Exploración y Producción, la principal subsidiaria de “nuestra” paraestatal: concedió a Halliburton en los últimos tres años 65 contratos para trabajos de perforación y mantenimiento de pozos, que fueron modificados mediante otros 127 contratos. El pasado 21 de enero Halliburton anunció en Texas que firmó con el gobierno mexicano actual un contrato a tres años para perforar y finalizar 58 pozos en la región sur de México. Otras trasnacionales están a la espera de más cambios “modernizadores” en Pemex y en el sector energía para que las ganancias se privaticen y las deudas se tornen deuda pública.
Al inicio de la anterior administración federal, en el Programa Nacional de Energía 2001-2006, se nos informó que era necesaria una inversión de 120 mil millones de dólares en cinco años para que fuera posible “reactivar y modernizar” los sectores eléctrico, del petróleo y del gas natural. Ahora sabemos que en los últimos siete años el ingreso petrolero acumulado a precios de 2007 fue casi de 410 mil millones de dólares, monto que podría rebasar los 500 mil millones de dólares al cierre de 2008, y que representa casi cuatro veces la cifra que se nos dijo que era esencial invertir.
En este contexto, afirmar que es necesaria la privatización del sector energético porque no hay recursos o para aumentar el gasto social es una tremenda mentira. Es un cinismo disponerse a privatizar los cuantiosos ingresos del sector energético y al mismo tiempo subsidiar a los consorcios que lo están privatizando; es absurdo defender una creciente deuda contra el desarrollo social del país. Los políticos viejos y nuevos que se proponen esta privatización como objetivo central del actual gobierno quieren que caigamos en el error de creer que la empresa privada es sinónimo de honestidad y eficiencia. No es así en el caso de Halliburton y Repsol, por ejemplo. Por otro lado, los rescates bancarios, carreteros, aéreos y azucareros han representado una sangría peligrosa para el país y son una demostración incontrastable de la corrupción e ineficiencia de numerosos empresarios y consorcios, a quienes no les interesa asegurar un servicio público, sino aumentar utilidades privadas.
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