Marcelo Colussi
Luego de varias décadas de neoliberalismo salvaje, de triunfo absoluto del capital sobre las fuerzas del campo popular, caída la experiencia soviética, restaurada la propiedad capitalista en China y con el retroceso de las fuerzas progresistas en estos últimos años a nivel mundial, la aparición de nuevos aires políticos no podía ser sino una buena noticia. Esos nuevos aires, esa nueva fuente de esperanza estuvo dada por la llegada a la presidencia de la república de Venezuela de Hugo Chávez. Empezó ahí un proceso que, sin ningún lugar a dudas, revitalizó los anhelos por un mundo mejor, de más justicia y equilibrio.
En sentido estricto, el fenómeno iniciado en Venezuela a partir de 1998 no fue una revolución socialista al modo "clásico" de las anteriores experiencias ocurridas en el siglo XX. Fue un proceso surgido en la estrechez de la democracia representativa. Pero circunstancias diversas lo fueron radicalizando y hoy, nueve años después de iniciado, es un espejo donde se miran muchos pueblos del mundo y organizaciones populares y revolucionarias. Si está en el ojo del huracán de los ataques de la derecha –venezolana e internacional– desde ya que por algo será: constituye una afrenta al dominio absoluto del discurso único de las grandes corporaciones multinacionales, es una renovada fuente de esperanza para los pobres, para los excluidos de siempre. Es por todo ello que esa revolución debe ser defendida. Es, hoy por hoy, la mejor garantía para comenzar a sumar fuerzas en Latinoamérica –quizá en el mundo incluso– y levantar nuevas propuestas de desarrollo alternativo al capitalismo depredador y asesino.
Pero hoy más que nunca, la revolución corre peligro. Por eso hay de defenderla con uñas y dientes.
Corre peligro por dos motivos, porque se enfrenta a dos enemigos, tan peligrosos el uno como el otro: por un lado, libra una batalla a muerte contra su enemigo de clase, contra la derecha tanto nacional como externa, liderada en este caso por el imperio dominante en la zona, los Estados Unidos. Pero por otro lado, se enfrenta a sus propios límites: al reaccionario conservador que inexorablemente todos llevamos dentro, a los prejuicios, al peso de la historia que no tolera cambios. Y la derrota sufrida en la consulta popular en diciembre pasado puso todo esto al descubierto.
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