Jorge Camil
No se iba a ir así como así. Me refiero al PRI. Después de un siglo en el poder era de esperar que el dinosaurio se resistiera, que se fuera coleteando y dejara en el camino algunos críos para garantizar la continuación de la especie. La “gente decente”, deslumbrada por la supuesta confirmación de la transición democrática, se apresuró a darlo por muerto y enterrarlo tras la contienda de 2006, cuando el deplorable candidato del antiguo partido oficial, hoy ávido corredor de maratones internacionales en la categoría de “viejos tramposos”, quedó relegado a un miserable tercer lugar en la carrera presidencial. A nadie se le ocurrió entonces que un candidato destinado a perder podría ser el señuelo ideal para reagrupar fuerzas y esperar el momento propicio.
Una vez deglutido el trago amargo de la estrategia “perdedora” al PRI le quedaban dos escenarios: el peor, la victoria del PRD, y el mejor, al que había que apostarle todas las canicas, era el triunfo de Acción Nacional, un partido con el que los neopriístas venían cohabitando acogedoramente desde tiempos de Carlos Salinas de Gortari (con aquello de las concertacesiones y otras engañifas destinadas a suavizar la aprobación del TLCAN y la entrada al mundo ilusorio de la globalización). Fox se había convertido en un mañoso presidente priísta al final del sexenio, y contaba con el apoyo de consultores electorales, empresarios y medios electrónicos. Imposible ganarle. Así que los neopriístas decidieron cooperar, al tiempo que musitaban entre dientes el pragmático proverbio anglosajón que aconseja: “si no puedes ganarles úneteles”.
Había comunidad de metas que garantizaban la subsistencia de ese matrimonio concebido en el infierno. Los panistas se habían despojado del lastre ideológico que consideraba a la política una “brega de eternidad”, y los priístas, que jamás profesaron más ideología que la repetición obsesiva de la palabra “revolución”, estaban preparados para unir sus vidas en una santa alianza que prometía sustanciales beneficios económicos. Era cuestión de dar un pequeño paso hacia la izquierda o la derecha. Total, desde 1990 iban de la mano con el nombre de Prián, y ambos estaban firmemente convencidos de que en política no existe sustituto para el éxito. ¿Ideología? ¿Principios? ¡Tonterías! Al final fue una estrategia “ganadora”, porque Calderón habría de necesitar el apoyo del PRI para lograr las reformas prometidas, y éste mantiene al Presidente atrapado en lo que Luis Javier Garrido llamó muy acertadamente “la reconversión del sistema en nombre de los intereses dominantes” (La Jornada 28/11/07): un proyecto supuestamente concebido por Carlos Salinas de Gortari, con un panista en Los Pinos para simbolizar el cambio, mientras todo permanece igual. Pero la fuerza del PRI no se limita a chantajear al Presidente. También se utiliza para defender a capa y espada a gobernadores que le permiten, para hablar en términos de mercadotecnia, mantener “reconocimiento de marca” y “cobertura nacional”. Así que olvídese de remover al góber precioso, o al no menos “apreciable” Ulises Ruiz, aún por encima de violaciones flagrantes a los derechos humanos de periodistas como Lydia Cacho y Brad Will.
En la “reconversión del sistema” los gobernadores, libres de la tutela presidencial y protegidos por la soberanía estatal, se convirtieron en señores de horca y cuchillo. Lydia Cacho, periodista de estilo fácil y seductor, afirma en su libro más reciente, Memorias de una infamia, que la postura del PRI como partido de oposición ha “expuesto a la opinión pública, mejor que nunca, el poder de los feudos estatales”. Y en el tema de la “reconversión del sistema” coincide con Garrido en que “el betún es diferente… ahora es azul, y el muñequito en la cumbre es un hombre llamado Felipe que va inventando día a día su propia noción de presidencialismo”. Así que el tema está claro y los analistas concuerdan: no hay valores ni ideología ni altura de metas. Sólo intereses económicos que continúan tejiendo un intrincado manto de impunidad, componendas, compromisos y acuerdos partidistas que garantizan la permanencia en el poder.
Regreso al libro de Lydia Cacho y ahí, después de relatar su secuestro ilegal, y la angustiosa tortura física y sicológica a que fue sometida por sus captores en la “carretera del horror” (el interminable camino entre Cancún y Puebla), la periodista revela los extremos a los que ha llegado el nuevo sistema para proteger los feudos estatales.
Beatriz Paredes, una priísta a quien muchos consideran de mente clara y vocación democrática, le envió a Cacho un mensaje por conducto de una connotada “feminista”, urgiéndola a que dejara en paz al gobernador Marín, porque “no es para tanto lo que (le) hicieron”. Y el ministro Aguirre Anguiano, confirmando sus conocidos antecedentes en el delicado tema de los derechos humanos, banalizó en el seno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación el tormento de Cacho. Afirmó, por increíble que parezca, que “a miles de personas las torturan en este país. ¿De qué se queja la señora?”
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