Juan José Morales
Mucho, y por lo general en tono escandaloso y despectivo, se ha estado hablando durante los últimos días acerca de las elecciones en el Partido de la Revolución Democrática. Se habla de fraude, acarreos, robo de urnas, quema de material electoral, prácticas viciadas al más puro estilo priísta, de que los comicios fueron “un cochinero”, que el PRD se ha convertido en una olla de grillos, que se encuentra al borde de la fractura y la disgregación, y de otras cosas por el estilo.
Si se examina en detalle y sin apasionamientos lo ocurrido, puede advertirse que hay mucho de exageración en todo lo que se dice. La realidad es que, si bien hubo anomalías e irregularidades, distaron mucho de ser generalizadas y graves. Fueron pocas y más bien estuvieron limitadas a ciertos estados. En términos generales —y eso lo reconocen los dos principales candidatos— el proceso interno del PRD se realizó con toda normalidad.
La exageración no es gratuita. Evidentemente hay quienes tratan de amplificar los problemas que ahora enfrenta el PRD y alentar una crisis interna en el partido, para usar el asunto como cortina de humo, como distractor que haga a la opinión pública olvidar cosas mucho más importantes, como los planes de entregar los yacimientos petroleros a empresas extranjeras, o el turbio asunto del tráfico de influencias de Juan Camilo Mouriño.
Pero dentro de todo ese alboroto se pierde de vista el meollo de la cuestión: que si en el PRD se presentó esa problemática, fue porque es el único partido que aplica el principio de la elección abierta de dirigentes partidarios, a través del sufragio universal directo y con la participación de todos sus militantes. En todos los demás partidos los dirigentes son designados por un reducido grupo de delegados. Los arreglos se hacen, como se dice popularmente, “en lo oscurito”, en pequeños cónclaves lejos del escrutinio público, los puntapiés se dan por debajo de la mesa, las zancadillas se aplican disimuladamente y las puñaladas traperas pasan inadvertidas. El caso extremo llegó a ser el del llamado Partido Verde Ecologista, en el cual su presidente era nombrado por delegados designados por él mismo, y si nombraban a otra persona, sencillamente vetaba el acuerdo y lo dejaba sin efecto.
Por lo demás, es bien sabido que en algunos casos, como el del PRI, la intervención de los delegados es sólo una formalidad, pues los nombramientos se deciden en los altos niveles de los gobiernos estatales.
La polvareda que los medios informativos y los comentaristas políticos —algunos de buena fe y otros con aviesos propósitos— han levantado a propósito de las elecciones en el PRD oculta también el hecho de que no es la primera vez que ese partido elige así a sus dirigentes. Lo ha hecho regularmente, sin que ocurrieran problemas. Si ahora los hay, es sobre todo porque existe una polarización entre quienes defienden una postura de oposición firme al gobierno de Calderón, para no permitirle la entrega de los recursos naturales ni la liquidación de conquistas sociales, y quienes adoptan una postura más débil y están dispuestos a hacer concesiones y llegar a arreglos con Calderón.
Como se ve, ejercer la democracia y no sólo pregonarla, conlleva riesgos, y el PRD está ahora amenazado por una crisis que lo debilitaría y sólo beneficiaría al gobierno de Calderón, aunque difícilmente puede pensarse en un colapso del partido como vaticinan algunos.
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