Jaime Martínez Veloz
La visita del presidente de Colombia Álvaro Uribe a México tuvo como propósito venir a convalidar y justificar la masacre de los jóvenes mexicanos en la selva ecuatoriana.
Sin más pruebas que los datos de una supuesta laptop de uno de los guerrilleros muertos en el bombardeo, con el cinismo y la caradura que lo han caracterizado, el carnicero colombiano en funciones de presidente de ese país acusó, juzgó y sentenció a nuestros compatriotas como terroristas, narcotraficantes y asesinos.
De facto el señor Uribe se convirtió en agente de Ministerio Público, fiscal, juez y jefe del pelotón de fusilamiento. Sin el menor respeto por las formas de eso que llaman “estado de derecho”, el presidente colombiano se mostró orgulloso y cínico al presumir el bombardeo al campo guerrillero, donde se encontraban los mexicanos, como una acción que, según él, debería ser equiparada con una hazaña de guerra.
Insisto: sin más pruebas que sus dichos, recortes de periódicos y datos de una supercomputadora que resistió el bombardeo, justificó la acción criminal sobre la base de que los mexicanos se merecían eso y más. Empero, hoy le recetan una sopa de su propio chocolate.
Un ex paramilitar de Colombia, Salvatore Mancuso, acusa a Álvaro Uribe de haber planeado y dirigido una masacre perpetrada por grupos paramilitares en octubre de 1997, en el departamento de Antioquia, donde entonces Uribe era gobernador, y donde asesinaron y torturaron a 15 personas, violaron mujeres, incendiaron 43 casas, robaron ganado y desplazaron a 900 personas de esa zona.
Al respecto, el presidente colombiano ha manifestado que “la justicia debe investigar todos los hechos, pero teniendo mucho cuidado con el testimonio de un bandido con ánimo de venganza contra un ciudadano honorable”. Ni la burla perdona. Continuando con las declaraciones, Uribe señala: “ese bandido (el ex paramilitar) dice que yo hasta agradecí a los paramilitares por esa masacre, porque liberaron a seis secuestrados, entre ellos un primo mío, y que Santiago, mi hermano, prestó 20 paramilitares para ese crimen”.
Ante esta situación cabría preguntar: ¿cómo pide que en relación con los mexicanos asesinados por sus tropas en Ecuador se crea su versión de que eran guerrilleros, narcotraficantes y terroristas, cuando esta tesis la fundamenta en supuestos dichos o información de dudosa procedencia, y en el caso en el que él es acusado de la masacre de Antioquia se deba tener una interpretación diferente? En todo caso, con la misma lógica que utiliza para incriminar a nuestros patriotas, él mismo deberá reconocer que es un paramilitar, asesino, narcotraficante y terrorista consumado.
Otra versión marrullera que ha difundido acerca de Lucia Morett es que aparece en un video de las FARC, lo que ha sido utilizado para lanzar de nuevo una campaña de calumnias en contra de nuestra compatriota, la UNAM y todo aquello que sea necesario para justificar la matanza.
En este contexto, Uribe deberá aclarar su relación con el paramilitar Fremio Sánchez Carreño, alias comandante Esteban, arrestado por homicidio, a quien saluda amigablemente en un video. Porque entonces, así como Uribe acusa a la mexicana de ser guerrillera porque, según él, aparece junto a miembros de las FARC, entonces el presidente colombiano habrá de aceptar que es paramilitar y asesino.
Es evidente que en la vida no se puede ser tan simplista, mucho menos para explicar fenómenos tan profundos como la desigualdad social y las formas en que unos cuantos la producen y otros muchos la combaten. Las vías en que cada grupo u organización decidió insertarse en la lucha política responden a un complejo número de factores y circunstancias, donde en cada país, región y lugar, los pobladores, las organizaciones, deciden cómo, cuándo y con qué hacerlo. Cada quien asume las responsabilidades de sus propias acciones.
En México y en América Latina la mayoría hemos decidido transitar hacia los cambios sociales por la ruta de la lucha electoral. El camino no ha estado exento de tropiezos y errores, pero cada día es mayor la presencia de sectores diferentes a los grupos tradicionalmente hegemónicos, los que van ocupando los cargos de elección popular. Paradójicamente, Colombia, donde existe la guerrilla más grande de la región, es de los pocos países que quedan en manos de la derecha latinoamericana.
Jamás habrá justificación alguna para reivindicar como acción revolucionaria el secuestro, mucho menos de inocentes; por ello no creo en las FARC, y además estoy convencido de que su presencia y las características de su actuación han sido uno de los elementos para fortalecer a los sectores duros de la derecha colombiana y justificar la intervención descarada de Washington en los asuntos internos de esa nación latinoamericana.
Sin embargo, me duele y agravia la actitud del mandatario colombiano, que vino a nuestro país con argumentos irresponsables propios de un mitómano que, enredado en su propia lógica rupestre, se ha convertido en víctima de sus razonamientos vulgares, propios de un carnicero habilitado como presidente.
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