Rolando Cordera Campos
Como ha dicho Cuauhtémoc Cárdenas, en sus términos la iniciativa de Calderón para reformar Pemex es inaceptable. Lleva a contravenir y violar la Constitución y pone en peligro de abierta ruptura lo que queda del pacto que nos ha permitido sobrevivir como nación y alimentar sueños realistas de renovación democrática. Así de grave es la situación creada por la forma y el fondo de las propuestas presidenciales del martes, y así de firme debe ser la respuesta de los legisladores mexicanos y de sus partidos. Si de reformar se trata, hay veredictos históricos que respetar porque nos comprometen a todos, más allá de banderías políticas y ensueños ideológicos y, ahora, hay condiciones que cuidar y atender si además se quiere que la reforma refuerce y no violente el acuerdo democrático mínimo a que hemos podido llegar en estos duros y espesos años de tránsito.
La ocupación de las tribunas del Congreso debe coadyuvar a reponer el procedimiento, es decir, a organizar un debate nacional sin restricciones aunque acotado en su temática, conforme a tiempos y modos acordes no sólo con la normatividad de las cámaras sino con la trascendencia del asunto planteado tan precipitadamente por el gobierno. Por eso, reponer el procedimiento no termina en el reconocimiento elemental de que es en el Congreso donde debe decidirse; ahí en todo caso termina un proceso del que nuestra democracia se ha ocupado poco y hasta con desdén: el de una deliberación política que para ser democrática tiene que ser no sólo debidamente informada e ilustrada sino también y sobre todo popular, amplia, en la que la premisa originaria de la ciudadanía encarne en reglamentos y procedimientos que no traigan bajo la manga la arcaica astucia autoritaria de la que al parecer se quería echar mano para abrir paso a un fast-track legislativo (como el plazo de 10 o 12 días para realizar la discusión que se le atribuyó al presidente de la Comisión de Energía en el Senado (El Universal, 11/04/08) o la majadería del diputado Larios y asociados, para quien la discusión en realidad ha terminado, dadas las líneas ágata y horas tv y radio invertidas).
El presidente Calderón, a través de su secretaria Kessel y el director general de Pemex, se comprometió a un debate nacional. Luego, el senador Creel habló de que sería su bancada la encargada de presentar iniciativas de reforma energética. Unos días después, sin que nadie se enterara de su itinerario y agenda, Calderón, en cadena nacional, lanza ponencias como anteproyectos de reforma y le echa la responsabilidad al Congreso, mientras retoma la retórica del mago de Oz y ofrece oro a cambio del moro, haciendo eco de las amenazas de su secretario de Hacienda, quien a su vez se inspiró en el clásico de la temporada: o cooperan o cuello; o reforma energética o impuestos. Con un contexto así, no debería sorprender el predominio de la desconfianza y la confusión, donde la paranoia se torna protagonia rebelde y se desvanece la esperanza en un relevo deliberativo para la aporreada democracia procedimental que algunos confundieron con normalidad.
Para la izquierda organizada no queda más camino que reivindicar la política como condición sin la cual la movilización popular y nacional en curso está condenada a la disgregación, el desgaste, la pérdida de rumbo y al final otra decepción, más encono, provocación, y la represión por la que claman las ballerinas del estado de derecho para empezar a bailar un jarabe en su honor. Sin política no hay continuidad ni consistencia para el reclamo popular o la reivindicación del patrimonio como bien nacional y fundamento esencial de la evolución social.
La apertura a un debate digno de tal nombre admitida por los priístas la noche del viernes (La Jornada, 12/04/08) debe tomarse en serio y no desecharse como rutina nostálgica y facilona. Si en efecto tenemos entre manos una cuestión esencialmente nacional, debe reconocerse que no hay interpretaciones únicas ni posturas exclusivas y excluyentes en la defensa del interés nacional. Lo que hay, sin duda, es un rompecabezas con muchas piezas extraviadas en crisis mal encaradas y peor resueltas y cambios inconclusos; cambios que quisieron rematarse con la soberbia pueril de la alternancia foxiana que se quiso aterrizar en una democracia administrada por prefectos y damas de la caridad.
Se dirá que está en chino, con perdón para el pueblo de Confucio, pero no, es puro español y se llama política, no sólo “normal”, tan ansiada por la transitocracia, sino constitucional, la que se debate en la calle y por ahí y desde ahí fortalece las instituciones republicanas. Ni hablar, tenemos por delante mucho que inventar… y parlamentar.
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