Editorial
Conforme avanza la convocatoria a una consulta ciudadana en torno de la iniciativa privatizadora de la industria petrolera enviada en abril pasado por el Ejecutivo federal al Senado de la República, y a medida que en el debate convocado por esa instancia legislativa se muestra la incapacidad del calderonismo para argumentar la propuesta en función del interés nacional, el grupo en el poder diversifica sus frentes de ataque al ejercicio de auscultación popular propuesto por los ciudadanos, representantes y organismos civiles que confluyen en la defensa del petróleo.
En el segundo de esos frentes las más de 200 organizaciones sociales, sindicales y populares que confluyen en el Diálogo Nacional señalaron ayer que la iniciativa presidencial es contraria a la Constitución y demandaron la realización de la consulta ciudadana, en los términos estipulados por el artículo 26 de la Carta Magna.
Del lado gubernamental, a la campaña contra la consulta referida se sumaron ayer, con distintos enfoques, el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP) y la Arquidiócesis de México. Con un razonamiento extraño, el primero atribuyó la fuerza que ha cobrado la convocatoria a la consulta popular a que el debate senatorial ha “confundido” a los legisladores, lo cual representa una singular descalificación al criterio y al entendimiento de senadores y diputados; con ello, la entidad patronal pareciera sugerir que éstos carecen de la madurez mental requerida para escuchar a quienes desautorizan, con argumentos legales, políticos, económicos y técnicos, el intento por desmantelar la industria petrolera nacional y entregar sus porciones más lucrativas a las trasnacionales de la energía. Con la misma debilidad conceptual que los defensores del proyecto calderonista, el CEESP introduce un dejo autoritario y antidemocrático, y reprocha que los senadores, en vez de aprobar en forma sumisa el proyecto del Ejecutivo federal, escuchen en alguna medida el clamor popular contra la privatización de la industria petrolera: “¿Cómo es posible que los que tienen la obligación de ver por nuestros intereses y tomar las mejores decisiones al respecto no lo hagan?”, se pregunta el organismo, sin preocuparse porque el posesivo “nuestros” deje ver con claridad que, para los ideólogos de la iniciativa privada, el Poder Legislativo debe estar al servicio de los empresarios.
Por su parte, el arzobispado capitalino aprovecha la circunstancia para formular reproches a toro pasado al gobierno capitalino y a la Asamblea Legislativa del Distrito Federal por no haber realizado el año pasado una consulta ciudadana sobre la despenalización del aborto. De manera tangencial, y sin argumentos definidos contra el ejercicio democrático propuesto por el jefe del Gobierno en torno de la iniciativa petrolera privatizadora, los voceros de Norberto Rivera Carrera descalifican la convocatoria actual porque significa, en la opinión de la jerarquía eclesiástica metropolitana, “abrir un espacio inmenso de debates sobre un asunto sin mayor importancia”. En suma, sin decirlo con claridad, y más allá del resentimiento clerical por el laicismo y el espíritu republicano con que actuaron el Ejecutivo y el Legislativo del Distrito Federal para despenalizar el aborto, ha de entenderse que al arzobispado le resulta intrascendente la propuesta de privatización de la industria petrolera y que no tendría objeción si el Senado y la Cámara de Diputados la aprobaran sin recabar antes el sentir popular al respecto.
En contraste, Felipe Arizmendi, obispo de San Cristóbal de las Casas, demandó que los legisladores, además de tomar en cuenta la opinión de quienes participan en los foros senatoriales, escuchen también “la voz del pueblo en general”. Asimismo, dio cuenta de la división que el tema ha generado en la jerarquía eclesiástica, toda vez que en la Comisión Episcopal de Pastoral Social “no hemos podido llegar a un consenso” para tomar una posición en la materia.
No es sólo en las filas del clero, por supuesto, donde ha desatado división y polarización la iniciativa privatizadora que Felipe Calderón envió al Senado hace dos meses. La propuesta ha generado, por lo que puede verse, una fractura política, acaso mayor a la que produjo la llegada del propio Calderón a la Presidencia, después de un proceso electoral caracterizado por las irregularidades y las intromisiones indebidas de Vicente Fox y de los poderes fácticos económicos, mediáticos y eclesiales. A contrapelo del discurso oficial que habla en nombre de un México imaginario, unido, armónico y perturbado sólo por unos cuantos críticos, el grupo en el poder se moviliza en varios frentes para impedir el ejercicio democrático de una consulta ciudadana sobre la privatización de la industria petrolera que pretende realizar el Ejecutivo federal, y deja ver la existencia de dos bandos enfrentados: el conglomerado oligárquico y antidemocrático que quisiera entregar sin mayores trámites el petróleo del país a grandes corporaciones, y el conjunto de organizaciones, movimientos y ciudadanos que, de manera fundamentada y cada vez más articulada, rechaza ese designio.
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