Los atrasados “satélites” de China
México, D.F., 9 de junio (apro).- Los desastres naturales y las convulsiones políticas suelen poner a la luz pública las carencias sociales y económicas de los países. Esto acaba de ocurrir en la propia China y en algunos de sus satélites más directos como son el Tíbet, Nepal, Myanmar y Corea del Norte.Afanado en mostrar los avances de la China moderna en las ya inminentes Olimpiadas, al gobierno de Beijing el sismo de 7.9 grados Richter ocurrido a mediados de mayo, le significó un doble sacudimiento: no sólo una enorme catástrofe humana, sino también la evidencia de que sus territorios internos están muy rezagados en relación con los esplendorosos escaparates olímpicos. Y es que estos últimos se encuentran principalmente concentrados en los pujantes conglomerados urbanos de la costa, mientras que el terremoto ocurrió en las aisladas zonas rurales del interior.Según datos de las propias autoridades chinas, la desproporción entre estas regiones es tan flagrante, que la quinta parte más solvente de sus 1,300 millones de habitantes se lleva la mitad del ingreso nacional, mientras que la quinta parte más pobre, apenas recibe el 4.7%.Es más, la mayoría de la población china (849 millones), integrada por pequeños agricultores, tiene un ingreso anual promedio de apenas 400 dólares, mientras el de quienes viven en las ciudades ya alcanzó 1,300. En estas zonas urbanas unos 250 millones de personas integran una clase media ávida de consumo y, aparte, se ha formado una élite empresarial, cuyos miembros más conspicuos ya merecen aparecer en la revista Forbes.Pese al sostenido crecimiento de 9% anual, según los especialistas esta proporción de 3.2 a 1 constituye la mayor brecha económica urbano-rural de la China postmaoísta, y una de las más grandes del mundo. Esto ha provocado fuertes corrientes de migración del campo a la ciudad y brotes de descontento entre los campesinos que, probablemente, se recrudecerán en las zonas devastadas por el sismo.Aunque no constituye un país aparte, por la diversidad de su lengua, religión, cultura y costumbres respecto del resto de China, el Tíbet está catalogado oficialmente como provincia autónoma; autonomía que no se cumple en los hechos y que desde hace 45 años da pie a protestas de la población que este año, en el marco de las Olimpiadas, cobraron una resonancia internacional mayúscula.Pero más allá del conflicto político, que es el más difundido, la región del Tíbet refleja también la desigualdad promovida por el régimen central de Beijing. Aparte de sus famosos monasterios budistas, la sociedad tibetana sigue siendo básicamente rural y, en el aislamiento de sus montañas, padeciendo de malnutrición, enfermedades combatibles y falta de servicos sanitarios, que reducen su esperanza de vida a 65 años. Casi la mitad de la población, sobre todo las mujeres, es parcial o totalmente analfabeta, y uno de cada dos niños sigue sin asistir a la escuela.Secretario del Partido Comunista Chino en el Tibet de 1988 a 1992, el actual presidente Hu Jintao ha acelerado los planes de industrialización iniciados por su antecesor, que ante todo se han traducido en la explotación indiscriminada de sus recursos naturales y en la construcción de infraestructura, particularmente una línea de ferrocarril que se adentra mil kilómetros en territorio chino y que tiene un doble propósito de integración: junto con las inversiones, Beijing ha promovido una inmigración masiva de chinos de la etnia Han que, sobre todo en los centros urbanos, ya superan a los tibetanos.Este flujo humano y financiero, combinado con la apertura hacia los modelos económicos occidentales, ha afectado inevitablemente el perfil de la sociedad tibetana. Las luces, el ruido y la acción han roto la tradicional calma de muchos pueblos de las tierras altas, que cada vez se ocupan menos de la agricultura y el pastoreo, y Lhasa, la capital, es un hervidero de ansiosos consumidores. Todo ello, empero, no fue suficiente para impedir la última revuelta contra la dominación china, que otra vez se saldó con una brutal represión.Cerca de ahí, donde los Himalayas cobran su altura máxima, los nepaleses dieron en días recientes una vuelta de tuerca a su historia. Por 560 votos contra 4, la Asamblea Constituyente decidió abolir la monarquía de 239 años y transformar a Nepal en una república federal y democrática, elegir presidente y primer ministro, y hacer los cambios procedentes a la Constitución.El rey Gyanendra fue conminado a abandonar el palacio real –lo cual analizaba todavía con sus astrólogos– para convertirse en un ciudadano común. Cabría recordar que éste ascendió al trono en 2001, después de que su sobrino, el príncipe heredero Dipendra, mató a su padre, el rey Birendra, y a otros ocho miembros de su familia, y luego se suicidó, creando una grave crisis en el pequeño reino.Ceñida la corona, Gyanendra disolvió el gobierno y asumió poderes absolutos para combatir a los rebeldes maoístas, que desde 1996 lanzaron una insurrección armada con el fin de instaurar un régimen comunista inspirado en las doctrinas de Mao. Este levantamiento derivó en una guerra civil de diez años, que cobró la vida de por lo menos 13 mil personas y acabó por destrozar la economía del país. La maniobra real, sin embargo, no tuvo respaldo. Los partidos desplazados se unieron a los rebeldes en un alzamiento masivo, que mantuvo la presión hasta que el rey no tuvo otra opción que reabrir el Parlamento y convocar a la elección de un nuevo primer ministro. En 2006, el renovado gobierno firmó un cese el fuego con los maoístas e inició un proceso de paz, que culminó justamente hace algunos días con la disolución de la monarquía.Hoy con la mayoría en la Asamblea, estos maoístas tienen ante sí un panorama difícil. Nepal se cuenta entre los países menos desarrollados del mundo, donde 50% de su población vive por debajo de la línea de la pobreza, con un ingreso per cápita de apenas 240 dólares al año. La agricultura sigue siendo el principal sostén de 80% de la población, significa el 41% del Producto Interno Bruto (PIB) y la actividad industrial se limita al procesamiento de algunos productos agrícolas.El atraso tecnológico es total: no hay electrificación ni servicios sanitarios generalizados, y la alfabetización apenas alcanza a 45.2% de la población (27.6% mujeres), ni hablar de un sistema de educación nacional. La malnutrición en niños menores de cinco años llega al 48% (17% población general) y la esperanza de vida ronda los 60 años. Remontar esto ya es una labor titánica, pero falta compaginar, además, la línea purista del comunismo local con su aliado chino, cada vez más alejado de Mao en aras del pragmatismo.Más hacia el sur, otro socio de China atraviesa por una situación casi apocalíptica, luego de que a principios de mayo el ciclón Nargis golpeara la península malaca. Según cifras oficiales, unas 135 mil personas habrían muerto o desaparecido, y Naciones Unidas calculó en dos millones y medio a quienes quedaron sin vivienda, a pesar de lo cual la junta militar que gobierna la antigua Birmania, hoy Myanmar, no implementó un plan nacional de salvamento ni permitió inicialmente la ayuda internacional. No fue sino hasta después de la reacción de Beijing ante el terremoto –y seguramente a instancias de éste– que se abrió a regañadientes y en forma limitada.La catástrofe volvió a poner ante los ojos del mundo a un país que ya en septiembre del año pasado hizo los titulares, cuando la población encabezada por los monjes budistas protestó por el aumento de 500% al precio de la gasolina, en una economía de subsistencia que algunos catalogan como del “cuarto mundo”. Por lo menos una cuarta parte de sus 52 millones de habitantes sobrevive con un dólar al día; 6% está desnutrido, la esperanza de vida es de 62 años y enfermedades como la tuberculosis, la malaria y el sida arrasan con la población. A pesar de ello, el gobierno militar apenas destina 0.4% del PIB a gastos de salud, mientras que invierte 1.9% en el ejército, el segundo más grande de Asia.Tampoco hay suficientes escuelas y la deserción escolar es muy alta, porque los niños deben apoyar la economía familiar; de hecho, Myanmar es conocido por la explotación infantil. De los adultos, dos tercios se dedican a actividades agrícolas de subsistencia; las vías de comunicación son pésimas y las zonas rurales viven en asilamiento casi absoluto. No cuentan con electricidad ni agua potable, servicios que, por lo demás, también están racionados en las ciudades.A partir de estas variables puede inferirse la magnitud de la tragedia provocada por el ciclón. Pese a esta situación de desamparo y a la brutal represión que ha sufrido el pueblo birmano durante 46 años, cualquier iniciativa de presión sobre el gobierno militar ha sido bloqueada por China. Como cruel ironía, la junta tenía programado justo para mayo un referendum de reformas a la Constitución para una hipotética transición hacia la democracia en 2010, ejercicio que se llevó a cabo en medio de la devastación.Finalmente, en esta órbita de atraso también gravita Corea del Norte. Aunque como en casi todos los regímenes comunistas los índices de alfabetización (99%), de acceso a los servicios sanitarios (60%) y la esperanza de vida (68 años) son más altos que en otros países subdesarrollados, la malnutrición infantil llega al 23% y la desnutrición general alcanza un impactante 36%, que la coloca entre las más altas del mundo.Esto se debe en parte a que sólo 18% del suelo norcoreano es cultivable, pero también a una mala planeación gubernamental. El régimen comunista, que durante años mantuvo un desarrollo aceptable gracias a su equidistancia entre la Unión Soviética y China, que le reportó beneficios económicos de ambas, se vio severamente afectado por el derrumbe soviético y la creciente orientación china hacia los mercados occidentales.Así, en los últimos lustros se han filtrado noticias de una debacle económica multiplicada por recurrentes catástrofes, que por momentos y en ciertas zonas ha alcanzado niveles de hambruna. El Programa Mundial de Alimentos de la ONU ha llegado a alimentar hasta a seis millones de norcoreanos, aunque esta ayuda ha sido intermitente en función de los vaivenes políticos.Pese a estas carencias, Corea del Norte ha desarrollado una costosa industria bélica, que incluye armamento nuclear, esgrimiendo la necesidad de defenderse de la presencia militar estadunidense en su contraparte del Sur. Más que como instrumento bélico, sin embargo, el régimen de Pyongyang ha utilizado en los últimos tiempos este arsenal como materia de canje; aislado políticamente y sujeto a sanciones económicas, desea vender caro su potencial atómico.En este espíritu, en febrero del año pasado el gobierno de Kim Yong Il anunció que cerraba sus instalaciones nucleares y Beijing, su principal aliado, confirmó que a fines de año todo el programa quedaría desmantelado. A cambio, Corea del Norte obtendría garantías de seguridad, y apoyo energético y financiero. También aspiraría a ser borrada del “eje del mal”.
En conjunto, un balance muy poco favorable para China.
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