León Bendesky
¿Qué saben y qué deben saber los ciudadanos? Esta cuestión puede considerarse de modo general en cuanto al orden político prevaleciente en México. Pero hace unos días fue explícitamente planteada por el director general de Pemex, Jesús Reyes Heroles (JRH), en torno a la propuesta de reforma energética que se debate ahora en el Congreso. Ante la iniciativa del Gobierno del Distrito Federal de someter la reforma a una consulta pública, el director dijo sin empacho que el asunto era demasiado complejo para que la población pueda opinar sobre ella.
El mismo director JRH expuso la situación de Pemex en su presentación del 8 de mayo en los foros de debate sobre la reforma energética que se realizan en el Senado (puede leerse en la página de Internet), en la sesión en que se fundamentaron las propuestas del gobierno.
Aquella sucinta presentación se encarga de mostrar, con ánimo enfático, el largo alcance del deterioro de las capacidades operativas, técnicas, laborales y financieras de Pemex. Este argumento lo hace eficazmente. Lo que ahí se expone es un pésimo saldo de las últimas décadas de gestión en la empresa, sobre todo cuando el mismo director recuerda, al inicio de su exposición, el doble objetivo que persigue Pemex, a saber: “materializar la renta petrolera conforme a los lineamientos establecidos por el gobierno federal y, al hacerlo, maximizar el valor económico de sus operaciones”.
Las virtudes pedagógicas del documento de Jesús Reyes Heroles permiten entender a las claras que tales objetivos no se cumplen. Felipe Calderón insistió en ello durante un foro con empresarios la semana pasada. Los excedentes petroleros, dijo, han traído poco alivio a la economía.
Hasta aquí, el director JRH debe quedarse tranquilo, pues los ciudadanos pueden entender perfectamente su argumento. La principal empresa pública del país ha fallado en la administración de un recurso que, a pesar de los altibajos del precios del crudo de exportación, ha sido la fuente preferente de ingresos para el gobierno y del cual se deriva una renta que debería haber sido utilizada para acrecentar la productividad de la economía, generar más valor y mejorar el bienestar de la población. No lo ha hecho.
Desde el sexenio pasado, y aun más durante el actual, la renta petrolera ha sido muy grande y, sin embargo, la gestión a la que se somete internamente a Pemex y la sujeción fiscal que la convierte, en efecto, en una dependencia de la Secretaría de Hacienda, la tienen hoy postrada. Éste es un fracaso rotundo del sistema político y de la estructura del poder económico que prevalecen en México. Es una muestra de la enorme limitación efectiva de esta democracia.
JRH terminó su presentación con una pregunta retórica que poco hace para aclarar las cosas, pero no sólo ante los ciudadanos, sino ante él mismo. Dijo el director luego de su lúgubre análisis: ¿por qué sorprenderse acerca del rezago de Pemex respecto a otras empresas petroleras nacionales cuyos gobiernos y congresos les han creado las condiciones necesarias para su modernización, crecimiento e internacionalización?
Los ciudadanos entienden lo suficiente para darse cuenta de que entre el diagnóstico de JRH y la propuesta de reforma que defiende no existe una secuencia necesaria. Que ante la absoluta exigencia de hacer algo en Pemex, lo que todos entienden, no se sigue que la reforma que empuja el gobierno sea el único o el mejor camino. El error de lógica se agrava con la experiencia larga y negativa derivada de la falta de transparencia política y de rendición de cuentas de los altos funcionarios de la burocracia del gobierno y de los legisladores.
Es evidente que los ciudadanos no tienen por qué saber acerca de las técnicas para estimar las reservas probadas o probables; de los detalles de la tecnología para la exploración de yacimientos en aguas profundas; de las particularidades de los contratos de explotación y servicios con empresas privadas. Tampoco tienen por qué saber de los procesos de transferencia de valor en la extensa cadena productiva de una empresa petrolera integrada como es Pemex, es decir, desde la exploración hasta la industrialización del crudo, o cómo debe fijarse la plataforma de exportación. Para eso se paga, y bien, con los impuestos, a quienes son responsables de administrar los bienes y los intereses que son públicos.
Sí comprenden los ciudadanos, en cambio, que en el caso de Pemex se trata de una empresa petrolera nacional y lo que de ese carácter debe desprenderse en términos colectivos. Yerra de modo grave el director JRH al colocarse en la postura de la arrogancia tecnócrata que caracteriza a los responsables de definir y aplicar las políticas económicas.
Los ciudadanos entienden muy bien el entorno general de deterioro político y económico que hay en el país, así como el significado de la enorme desigualdad social. La reforma de Pemex es urgente, nadie lo niega. Ella es clave para dirigir la transición y alcanzar la seguridad energéticas de la nación y hacer viable esta economía. La propuesta del gobierno no es sólo un asunto técnico, aunque esto es ineludible, entraña también una visión política de lo que corresponde hacer al Estado y lo que es del ámbito público. Esconderse en las dificultades técnicas no está a la altura de la responsabilidad política del director de Pemex.
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