Raúl Zibechi
Una fenomenal guerra por los bienes comunes y por el control de la vida se está desarrollando en América Latina, con especial visibilidad en el Cono Sur. El conflicto entre las entidades agropecuarias y el gobierno de Cristina Fernández, así como el enfrentamiento autonómico en Bolivia, pueden ser los primeros capítulos de una conflagración mayor.
Algunos datos ilustran el conflicto. En Brasil, en 2017 los cultivos de caña de azúcar llegarán a 28 millones de hectáreas (6.9 millones en 2006), el eucalipto para leña, en 2010, ocupará 13.8 millones (5.3 en 2006) y la soya invadirá 20 millones de hectáreas. Esto quiere decir que sólo tres rubros del agronegocio ocuparán 50 millones de hectáreas más en muy pocos años.
Enfrente podemos colocar otra cifra: en casi 30 años el movimiento sin tierra (MST) consiguió recuperar del latifundio unas 25 millones de hectáreas, distribuidas en 5 mil asentamientos donde viven 2 millones de campesinos. Quiere decir que apenas tres rubros del agronegocio van a engullir en una década el doble de tierra, pero lo harán expulsando campesinos y degradando el medio ambiente. Mientras al MST la recuperación de esas tierras le costó mil 326 muertos y miles de detenidos y procesados hasta fines de 2007, las multinacionales que devoran esas enormes superficies lo hacen con apoyo estatal y especulando con fondos de pensiones.
El BID asegura que hay en curso una disputa mundial por 120 millones de hectáreas de tierras brasileñas susceptibles de ser incorporadas a la producción de materias primas para producir etanol, o para cultivos de bosques homogéneos para leña, madera, celulosa y papel. Otros estudios elevan la cifra a 200 millones de hectáreas. La devastación de la Amazonia, última “frontera” por conquistar para el agronegocio, sigue creciendo: entre 1970 y 2006 la agricultura en esa región creció de 617 mil hectáreas a 7.4 millones; la pecuaria de 4.4 a 32.6 millones; entre 1990 y 2004 el rebaño bovino amazónico creció 173 por ciento; un tercio de las exportaciones brasileñas de carne proceden ya de la Amazonia, según datos del MST. No por casualidad, los estados amazónicos registran los mayores niveles de violencia.
En Paraguay, un millón y medio de campesinos fueron desplazados a las ciudades o forzados a emigrar al exterior por los monocultivos de soya. En 1989, cuando finalizó la dictadura de Stroessner, 67 por ciento de la población paraguaya vivía en el campo; hoy apenas supera 40 por ciento, pero el Banco Mundial pretende que para 2015 la población rural se ubique en el entorno del 10-12 por ciento, para liberar áreas que permitan ampliar los cultivos de soja y caña dulce como sustitutos del petróleo.
En Uruguay, la soya está desplazando a la ganadería y amenaza con liquidar la lechería. Las cifras de la soya son alucinantes: creció 50 veces en apenas siete años, siendo el país con mayor crecimiento en menor tiempo. En la campaña 1999-2000 había sólo 30 mil hectáreas sembradas que llegaron a 450 mil en 2007. Pero se cree que puede llegar al millón, lo cual no es nada extraño si observamos el comportamiento de los países del Mercosur.
Respecto a Argentina, sólo decir que en zonas de alta productividad, el precio de la tierra se incementó en 132 por ciento entre 2003 y 2007; y que en la zona triguera se multiplicó por cuatro desde 1995. La soya ocupa 60 por ciento del área sembrada; desplazó al trigo y al girasol, y provocó una caída de la producción de arroz, avena, centeno, fruticultura y horticultura, lo que afecta la soberanía alimentaria del país.
Pero la soya es apenas el emergente más visible de un tipo de agricultura hegemónico, que está desplazando en todo el mundo la agricultura familiar tradicional. En efecto, la forma de producción es idéntica para otros cultivos: los pools de siembra no compran tierra, la arriendan a precios muy superiores a los que rinden otros rubros, alquilan maquinaria y medios de transporte, y exportan los granos sin procesar. No hay cadena industrial ni formación de complejos agroindustriales, lo que redunda en escasa creación de empleo, y muy mal pago. Peor aún. Las formas de siembra han cambiado. Ya no se practica rotación entre agricultura y pasturas para preservar el suelo, sino el sistema de agricultura continua que erosiona y desgasta el recurso. Se aplica la siembra directa, o sea, no se rotura la tierra porque se practica el desmalezamiento químico, aumentando el uso de herbicidas y pesticidas, contaminando las napas. Llamarle “inversión” a esta forma de producción parece abusivo, toda vez que la continuidad de una inversión productiva depende del uso adecuado del medio.
Una de las consecuencias más perversas de la actual especulación con la vida es la que apunta Javier Rulli en su reciente libro Repúblicas unidas de la soja. Sostiene que la soya no es un cultivo, sino “un sistema que condiciona cualquier política”. Estamos, dice, ante un modelo que implica “una guerra contra la población, el vaciamiento del campo, la eliminación de la memoria del pueblo para hacinarlo en las ciudades y convertirlo en fiel consumidor de lo que el mercado les depare”.
Este “sistema” es el que provocó la renuncia de Marina Silva al Ministerio de Medio Ambiente del gobierno de Lula y el que está acosando al gobierno argentino. Pero lo peor, recién lo estamos empezando a ver: bajo gobiernos que se proclaman progresistas y de izquierda se están formando nuevos bloques de poder capaces de imponer sus condiciones. La más elemental es impedir cualquier cambio. Si esta fracasara, pueden sobrevenir acciones mayores, como la que estos meses afronta Evo Morales. Sólo se conocen dos formas de neutralizar estos bloques de poder: con una acción decidida de los gobiernos para ponerles límites o con levantamientos populares como los de diciembre de 2001 en Argentina y octubre de 2003 en Bolivia. Por lo que vemos, el primer camino está encontrando muchos obstáculos.
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