Adolfo Sánchez Rebolledo
La destitución de Santiago Creel al frente del grupo panista en el Senado –el que no sale en la tele no existe– viene a confirmar cómo una norma legal puede ser a la vez poco “democrática” en el sentido corriente del término. Me explico.
El nombramiento de los jefes parlamentarios es, en el PAN, atribución del máximo dirigente y no, como en otros institutos políticos, una decisión colegiada en la que se escuchan las voces de los representados, esto es, los diputados y senadores. En este caso, la opinión de sus pares no cuenta. Ésa es la regla y a ella se atiene Germán Martínez para sacar a Creel, un cuadro heredado de la pelea pasada y, ciertamente, poseedor de un talante muy alejado de la impaciencia febril que acompaña al grupo de jóvenes panistas que hoy encabeza el gobierno del República.
Ellos tienen prisa, mucha prisa por alcanzar algunos logros, si no en los hechos, es decir, en las complicadas realidades del país, sí, al menos, en el etéreo mundo de las “percepciones”, en el inasible combate de las imágenes, los sentimientos y las creencias preponderantes.
Para permanecer como fuerza dentro del Partido Acción Nacional y sobrevivir a las condiciones de la “post transición” sin grandes cambios institucionales, consideran urgente cerrar filas en torno al Presidente (como siempre), apretar el grupo compacto que habrá de proyectarse al futuro (como siempre), olvidándose de los experimentos plurales que desafían el verticalismo de la conducción centralizada. Por eso, para ellos el concurso de los medios es indispensable, la alianza estratégica capaz de superar las miserias del viejo partido de elite, ahora avasallado por las ambiciones que el poder despierta.
Y aunque hablan y escriben con autocomplacencia y soberbia de sí mismos, se saben en falta, inseguros ante el déficit de legitimidad que los acompaña. Además, tienen compromisos mayúsculos con los intereses que los empujaron en 2006 y no se pueden dar el lujo de fracasar sin echar por la borda años de tejido fino que los condujo hasta aquí.
Veáse, por ejemplo, la actitud del Presidente ante la cuestión de la reforma de Pemex. Sencillamente, hace como si el debate en el Senado fuera letra muerta. No escucha. No atiende. Una y otra vez repite la misma cantinela prometiendo el oro y el moro si se aprueba, la catástrofe si se rechaza. No hay el más mínimo gesto hacia las voces discordantes; pura lucha frontal, de poder a poder. Se dirá que él está en lo suyo, pero se olvida la esencia misma de la deliberación.
No existe de parte del gobierno el menor intento de conciliar posturas y sí, en cambio, grave irritación por el fracaso dialéctico de sus posiciones en el intercambio senatorial. No extraña, pues, que los mismos que ayer promovieron la consulta directa a la ciudadanía la nieguen ahora, incluso si sólo se tratase de un ejercicio democrático sin efectos vinculantes, como se dice.
Pero el gobierno está dispuesto a pasar sus iniciativas, aunque sean revolcadas por las concesiones a sus potenciales aliados.
Quiere esa victoria, como primer paso hacia 2009, toda vez que en otras materias –incluida la inseguridad, la guerra contra la delincuencia organizada, el empleo o la contención de la pobreza– los resultados será magros o francamente impresentables. Prefiere un triunfo pírrico amparado en campañas duras para calmar a sus acreedores morales y de otro tipo, en vez de aprovechar el despertar de la conciencia nacional en torno al aprovechamiento de los energéticos para un replanteamiento a fondo de las prioridades mexicanas, esto es, para dar el golpe de timón que ponga al país en una senda de crecimiento que hoy no aparece por ninguna parte.
Es obvio que eso no ocurrirá: la visión del grupo panista en el poder no puede ser más ortodoxamente neoliberal, así la revistan con el ropaje verbal del cambio democrático y juzguen los procesos globales con la visión del advenedizo.
La lectura que Germán Martínez hace, por ejemplo, de la transición española como “modelo” para México es un dechado de trivialidad y falsificación muy al estilo de la doctrina divulgada por el centro ideológico que preside Aznar. Para él, todo el éxito español se resume en una idea elemental: apertura, capital extranjero y voluntad de integración.
Pero más allá de si comprende o no la naturaleza de la transición española, sorprende la ignorancia del jefe panista y su frivolidad al caracterizar al régimen mexicano de aquellos años como una “suerte de franquismo colectivo y sexenalmente renovable”.
Puede ocurrir que el Partido Popular le reclame por hacer del viejo priísmo un “franquismo colectivo”. O se lo echarán en cara, desde la tumba, aquellos padres fundadores que en el panismo hallaron la extensión moral y política del falangismo.
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