Ángel Guerra Cabrera
El rostro de cruda violencia que ha tomado la escalada subversiva en Bolivia vísperas del refrendo revocatorio ha costado ya derramamiento de sangre de trabajadores e impedido el desplazamiento del presidente Evo Morales a importantes actividades de su agenda en las republiquetas sediciosas. Al habitual desafío al orden constitucional y a la investidura presidencial de los prefectos separatistas y sus grupos de choque fascistas se han sumado ahora protestas de segmentos populares, de cuyos líderes, especialmente los de la Confederación Obrera Boliviana, cabe sospechar motivaciones mucho más ominosas que el infantilismo de izquierda. En rigor, su aliento a la violencia y al sabotaje dinamitero hacen parte objetivamente del plan desestabilizador del imperialismo en uno de los momentos más definitorios de la historia boliviana.
Es demasiado importante lo que está en juego en la crispante confrontación de estos días entre la elite oligárquica y el pueblo, pues los resultados del referendo revocatorio del próximo domingo podrían inclinar decisivamente en favor del proceso de transformaciones encabezado por Evo Morales el empate técnico existente en la correlación de fuerzas políticas. Tal desenlace implicaría un duro golpe a los planes del imperialismo yanqui en América Latina, que buscan destruir a toda costa los principales bastiones de la corriente emancipadora que amenaza con quebrar su hegemonía en la región. Bolivia es uno de esos bastiones por el vigor de su movimiento indígena-popular, las realizaciones del gobierno de Evo y su talento, entrega y prestigio. A consecuencia de la crisis de legitimidad de los partidos y caciques de la oligarquía, Estados Unidos sólo ha encontrado cartas fuertes que jugar contra el presidente constitucional en el separatismo, el racismo y el regionalismo, enarbolados por una mayoría de prefectos departamentales y los llamados comités cívicos, reductos del colonialismo latifundista interno, de irritantes privilegios, del odio a los indios y del neoliberalismo. Y es que entre ellos no existe personero ni organización política que pueda, siquiera a mediano plazo, ganar una elección nacional a Evo Morales y al Movimiento al Socialismo.
Así pues, Washington no tiene más alternativa para recuperar su control sobre Bolivia y sus recursos naturales que la subversión desembozada, como se ha comprobado hasta la saciedad en el accionar ilegal y sedicioso de los prefectos. Pero cuando vio la inminente amenaza de victoria popular en el referendo decidió acelerar la marcha de las acciones desestabilizadoras con el objetivo inmediato, aunque no único, de impedirlo o empañar gravemente su celebración en abierto desacato a la institucionalidad democrática. Desde hace aproximadamente un mes trascendió que la embajada de Estados Unidos recomendó a los seis prefectos sediciosos no someterse a la consulta, pues conocía por encuestas propias que la mayoría de ellos, su grupo de choque insustituible contra el proyecto trasformador, perderían sus cargos si eran sujetos al veredicto de las urnas, mientras el presidente Evo Morales y su vice Álvaro García Linera conservarían los suyos con una copiosa votación.
El plan yanqui ha acudido a un despliegue inusitado del poder económico, mediático, cultural y coercitivo casi intacto de la oligarquía y a sus testaferros en el aparato del Estado para tronchar la celebración del referendo con continuos pretextos legaloides y mentiras combinados con peligrosas provocaciones de corte fascista, que si no han logrado desencadenar una contienda civil es gracias a los nervios de acero de que han hecho gala Evo, su equipo de gobierno y los movimientos sociales.
Evo y el movimiento indígena-popular boliviano han dictado ya cátedra en el arte de vencer por vía política a una derecha rabiosa como pocas y pueden movilizar multitudes a las calles si fuera necesario. Merecen confianza y toda la solidaridad en esta hora crítica.
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