Ángel Guerra Cabrera
Los huracanes fueron, hasta hace unas décadas, alteraciones climáticas regidas por las leyes de la naturaleza, que aún no daba señales de agotamiento. Los campesinos en las zonas tropicales ciclónicas sabían que “después de la tempestad viene la calma” y que a periodos de sequía sucedían copiosas precipitaciones acarreadas por el mal tiempo, que si castigaba cosechas, viviendas, instalaciones y mataba personas y animales, también recargaba el acuífero haciendo que la tierra diera luego frutos más generosos. Ésta no es más la realidad desde mediados del siglo XX, cuando se advirtió una tendencia al alza en la frecuencia e intensidad de los ciclones. Estudios científicos concluyen que, como otros cambios alarmantes del clima, su causa está en los gases de efecto invernadero que alimentan el calentamiento global. La tragedia reciente en parte del Caribe es, por eso, un aviso de otras mayores a escala regional y mundial a consecuencia del irracional y suicida patrón capitalista de producción y consumismo desenfrenado.
A una semana del azote a Cuba del poderoso huracán Gustav, Ike barrió todo el oriente, salió al mar por el sur y embistió de nuevo la occidental provincia de Pinar del Río, ya arrasada por el primero al igual que el municipio Isla de la Juventud. Con las lluvias, vientos y marejadas de Hanna, tres de estos organismos batieron la mayor de las Antillas de este a oeste en nueve días, hecho sin precedente. En la ruta de Gustav e Ike la agricultura, la vivienda, la infraestructura vial, eléctrica, portuaria, de comunicaciones, y parte de la industria, están en ruinas. Pueblitos enteros casi han desaparecido. Gracias a su singular cultura solidaria, organización y sólidos vínculos pueblo-gobierno, Cuba ha podido atenuar relativamente una destrucción material inédita y, lo más importante, reducir al mínimo la pérdida de vidas, que en otros parajes del Caribe suman cientos cuando faltan casi tres meses para el fin de la temporada ciclónica y queda octubre por delante, el mes más crítico. Pero los daños son de proporciones bíblicas y resarcirlos exigirá un esfuerzo sobrehumano, aumentado exponencialmente por los elevados precios internacionales de alimentos, combustibles, máquinas y materiales de construcción que el bloqueo vuelve más onerosos.
El nuevo patrón de comportamiento de las tormentas tropicales ha hecho que en los últimos años el Caribe viva en estado de emergencia. La región de la que un puñado de potencias capitalistas extrajo gran parte de los recursos que le permitieron, junto al tráfico negrero, concentrar la riqueza del mundo, ahora sufre año tras año el arrasamiento de sus economías y el agravamiento del drama social si no fuera bastante con el instaurado por las políticas neoliberales sobre las secuelas de siglos de subdesarrollo y dependencia.
Haití, la colonia más rendidora de Europa en el siglo XVIII, vio desaparecer sus bosques, erosionar sus tierras, arruinada su agricultura, que hasta no hace tanto, aunque precariamente, alimentaba su población. Hoy es una de las naciones más pobres y de las más vulnerables a la más leve perturbación climática. Sólo un gran programa de cooperación internacional podría salvarla del apocalipsis, que la tele saca a relucir ahora de Gonaives bajo el agua, pero que es su realidad cotidiana. ¿Hasta cuándo Occidente le va a cobrar la osadía de sacudirse la esclavitud y encabezar la independencia latinoamericana? La gesta inmortal de Bolívar debe mucho a Petion. Es una afrenta que calles de América Latina evoquen a Thiers cuando debieran honrar a Louverture.
Si en las elites de Europa y Estados Unidos quedara residuo de amor al prójimo, iniciarían hoy por el Caribe la reparación sin condicionamientos políticos del saqueo al tercer mundo, a que deben su opulencia. A Cuba le bastaría el levantamiento del bloqueo, más dañino que 100 huracanes, pero Washington afirma que no sería “inteligente” ni siquiera de modo parcial y transitorio.
Conmueven gestos como el del diminuto y sufrido Timor Leste, que no demoró un instante en tender la mano a Cuba, al igual que lo hicieron Venezuela, Rusia y China.
Luchar muy duro por el imperio universal de la equidad, la solidaridad y la reconciliación con la naturaleza es lo único que queda a los pueblos. Ésos que hoy se juntan y organizan para entregar algo de lo poco que tienen a Cuba, Haití, a sus hermanos del Caribe.
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