Adolfo Sánchez Rebolledo
La formación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) significó un gran avance en la búsqueda de una convivencia un poco más civilizada entre los ciudadanos mexicanos. Por primera vez el Estado reconocía públicamente lo que cualquier ciudadano sabía de memoria: que las prácticas de la autoridad encargada de la seguridad y la justicia se apoyaban en la arbitrariedad más absoluta, en el desprecio por los detenidos, en el abuso y en procedimientos tan viles como la aplicación reiterada de la tortura. No sorprende que en ese contexto moral, sea la confesión la “reina de las pruebas”, el corolario lógico de la “investigación” judicial. No obstante, en ese país de las maravillas y la estabilidad que era el México oficial, se habla sin rubor del “estado de derecho”, fórmula desprovista de real contenido que, en realidad, ampara la ley del más fuerte, la corrupción y la impunidad.
Durante décadas, las relaciones del Estado con la sociedad, en particular con los grupos que reclaman derechos y la aplicación de la ley, están marcadas a fuego por dicha manera de concebir la legalidad, de modo que algunos delincuentes logran atemperar el peso del castigo moviendo los hilos de la corrupción, mientras contingentes enteros de trabajadores, comunidades agrarias o simples vecinos de las nuevas urbes, asisten a la conculcación de sus libertades fundamentales sin disponer de mecanismos ciertos de defensa. Las movilizaciones en pos de mejorías salariales o por reivindicaciones legítimas en contra de la manipulación corporativista son derrotadas con lujo de violencia y estigmatizadas mediante campañas de odio contra “la subversión”. La represión es el único método al alcance de los gobiernos para aplacar disidencias o “resolver” conflictos. En 1959, los líderes de los trabajadores ferrocarrileros son detenidos junto a miles de sus camaradas en una acción de represión masiva y luego encarcelados durante once años como escarmiento público. En 1968, la paranoia del poder conduce al mayor acto criminal de la historia moderna de México, pero la justicia resuelve condenar a las víctimas.
Los procesos contra los presos políticos de esos años marcan un nuevo hito en la violación de las garantías individuales. Se trata pura y simplemente de una venganza política contra aquellos que se atrevieron a desafiar el principio de autoridad sin violentar la ley. Los juicios instruidos contra ellos quedan para la historia como una grave denuncia de la sumisión del poder judicial a los caprichos del máximo gobernante: “las arbitrariedades y violaciones a los derechos consagrados en las leyes son innumerables y son juicios viciados de origen. Detenciones masivas sin orden judicial, secuestrados durante semanas enteras, torturados para arrancar confesiones prefabricadas y durante más de un año detenidos sin conocer las acusaciones concretas” (ver: Los procesos de México 1968, 1970). Ésa fue la respuesta a un movimiento que sólo pedía –en el famoso pliego petitorio– la oportuna aplicación de la ley.
¿Puede extrañar que durante décadas la ciudadanía desconfíe de la justicia, de la “legalidad” y de los cuerpos de seguridad? ¿Puede sentirse seguro un ciudadano ante la juricidad de los actos de gobierno, cuando la experiencia indica que la arbitrariedad va de la mano de la impunidad? Si ahora traigo a colación estos antecedentes es para recordar que los mayores esfuerzos en el terreno de crear una verdadera legalidad los ha dado la sociedad, no una “sociedad civil” abstracta e inexistente, sino los grupos que al defender sus derechos o denunciando complicidades hicieron posible un replanteamiento de la cuestión en términos de derechos humanos. Me parece vital que no se pierda de vista la estrecha conexión existente entre la necesidad de abrir espacios democráticos y la consecuente acción en defensa de la aplicación de la ley, que ha sido la característica común a todos los grandes movimientos reformadores de nuestra historia.
La impunidad tiene muchas cabezas, sin duda, pero se oculta en la discrecionalidad, en la ausencia de vigilancia sobre la actividad de los gobernantes, incluidos los cuerpos de seguridad. En ese sentido, el combate a la delincuencia debería ser también parte de la reforma democrática del Estado, una demolición de los hoyos negros que aún subsisten en el entramado público, favoreciendo la connivencia con el mundo criminal. Por eso me parece especialmente importante la denuncia de Jorge Carpizo a la CNDH, cuando afirma que su presidente ha sido “omiso en el cumplimiento de sus obligaciones”. Y luego se pregunta: “¿qué ha hecho la CNDH en estos 11 años, además de solicitar más y más presupuesto e intentar crearse una buena imagen derrochando recursos en medios de comunicación? ¿Acaso no siente que tiene cuando menos un granito de responsabilidad de la situación de inseguridad en la cual México se encuentra horriblemente sumergido?” Finalmente, concluye, las recomendaciones de la comisión “ahora se guardan en el escritorio del ombudsman porque éste las considera no oportunas o incorrectas políticamente”. Grave acusación que, sin embargo, subraya la urgencia de devolver a la acción a favor de los derechos humanos su carácter perturbador, la capacidad de sacudir los prejuicios de la autoridad, devolviéndole la voz a las víctimas. En otras palabras: impedir que el conformismo conservador acabe por nulificar el valor de las denuncias ciudadanas. La lucha contra la delincuencia presupone también erradicar el cinismo de las relaciones sociales, instaurar el imperio de la ley pero también de una moral diferente.
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