Editorial
Ayer, tras meses de negociaciones, el gobierno de Estados Unidos suscribió con las autoridades iraquíes, en Bagdad, un acuerdo de seguridad que estipula el inicio del retiro, a más tardar el 31 de diciembre, de las tropas que Wa-shington mantiene desde hace un lustro en esa infortunada nación del suroeste asiático. En el documento se estipula, además, que los soldados estadunidenses tienen garantizada la inmunidad ante tribunales iraquíes, salvo en caso de “delitos graves” que hayan sido cometidos fuera de servicio o en el exterior de sus bases.
La presencia de efectivos militares estadunidenses en el país árabe se deriva, cabe recordarlo, de una invasión ilegal y criminal de la Casa Blanca y el Pentágono, que nunca tuvo como objetivo combatir el “terrorismo internacional” ni eliminar armas de destrucción masiva inexistentes, sino asegurar los intereses geoestratégicos y económicos de Estados Unidos en la región y abrir oportunidades de negocio a la mafia político-empresarial cercana al todavía presidente George W. Bush. La injustificable guerra que emprendió el político texano hace más de cinco años ha empeorado de manera sustancial la inseguridad mundial, ha llevado destrucción, sufrimiento y descomposición a Irak y ha costado la vida de más de 4 mil soldados estadunidenses y de centenares de miles de civiles iraquíes inocentes. Por añadidura, las tropas de Estados Unidos en Irak, lejos de contribuir a la seguridad y la estabilidad internas, constituyen un factor de agravio para la población, así como un potenciador de la violencia y la inseguridad en ese país.
Ante tales consideraciones, no hay justificación alguna –nunca la hubo– para que las tropas estadunidenses permanezcan en Irak, mucho menos hasta finales de 2011, como pretende el acuerdo referido. Da la impresión, en cambio, de que, más que reconocer la necesidad de poner fin a la ocupación, dicho pacto pretende legalizarla por tres años más y garantizar la impunidad para los soldados involucrados en masivas vejaciones y asesinatos en contra de la población iraquí.
En la circunstancia actual es necesario que Washington retire de manera inmediata sus tropas y traslade a la Organización de Naciones Unidas (ONU) las franjas del territorio iraquí que hoy controla, a fin de que el organismo multinacional se encargue de emprender un proceso efectivo de pacificación y de vigilar que se normalice la vida institucional en aquel país. Además, dado el saldo de devastación humana y material sufridas por Irak, Estados Unidos tiene la responsabilidad internacional –en tanto potencia agresora– de reparar, así sea en alguna medida, la catástrofe que provocó en una nación que, si bien padecía una dictadura impresentable, se mantenía al menos en paz y con condiciones de vida mucho más aceptables que las presentes.
Es necesario, por tanto, que Washington contribuya económicamente a la reconstrucción de Irak y que acepte e incluso promueva los juicios correspondientes por los múltiples crímenes de lesa humanidad perpetrados por sus soldados durante los cinco años que ha durado la ocupación. Por lo demás, sería necesario emprender al menos el intento de procesar en tribunales internacionales a Bush; a su vicepresidente, Dick Cheney, y al secretario estadunidense de Defensa en el momento de la invasión, Donald Rumsfeld, por su responsabilidad en la masacre de iraquíes perpetrada de 2003 a la fecha y por la devastación que sufrió el país árabe.
En julio pasado, de manera significativa, el presidente electo de Estados Unidos, Barack Obama, ofreció que en caso de ganar las elecciones pondría fin a la guerra en Irak “de manera responsable” y reconoció que “el frente central de la guerra contra el terrorismo no está en Irak, y jamás lo estuvo”. En consecuencia con tal ofrecimiento, el nuevo mandatario estadunidense deberá asumir como una de sus primeras responsabilidades poner fin cuanto antes a una de las más vergonzosas aventuras colonialistas que haya emprendido el gobierno que presidirá a partir de enero del año entrante.
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