Por Jorge Gómez Barata
Al menos en la esfera internacional, se ha visto lo suficiente para saber que tanto las coincidencias políticas circunstanciales como las conveniencias económicas coyunturales son insuficientes para soldar alianzas sólidas y mucho menos indestructibles. La idea de que los enemigos de mis enemigos son mis amigos, además de cínica es poco eficaz.
Lo que confiere alguna solidez y proyección en el tiempo a las alianzas políticas y las hace duraderas, son las afinidades ideológicas, los intereses comunes y las metas compartidas.
A partir de esa comprensión, los ideólogos norteamericanos lograron, no sólo uncir a todos los estados occidentales a una alianza antisoviética y anticomunista, sino crear una psicología anticomunista que penetró profundamente en los pueblos de todo el mundo. .
La victoria sobre el fascismo hitleriano en la II Guerra Mundial fue una gigantesca tarea común, cumplida por un grupo de estados que, aunque de signos ideológicos, no sólo diferentes sino opuestos, hicieron prevalecer el objetivo común de preservar su existencia.
La alianza entre Estados Unidos, la Unión Soviética e Inglaterra que apenas duró unos cuatro años, se desplomó cuando desaparecieron los peligros y las necesidades que le dieron lugar, proceso en el que Estados Unidos se comportó de modo poco elegante.
Encuestas de la época revelan que al concluir la guerra, entre la población norteamericana, la Unión Soviética era más popular que Inglaterra a la que muchos norteamericanos atribuían poco mérito por su desempeño en el conflicto en el que para muchos había actuado como una base norteamericana.
A propósito, en la actuación de Roosevelt, el político occidental que más trato tuvo con Stalin y el que mejor lo conocía, no existen evidencias que indiquen que, terminado el conflicto, apenas en marzo de 1946, sobrevendría una ruptura semejante a la que anunciara Winston Churchill cuando, de acuerdo con Truman, declaró la Guerra Fría.
El giro protagonizado por Churchill y Truman, a veces recuerda la posición asumida por los norteamericanos frente a la Rusia ex soviética. En marzo de 1946, la Unión Soviética no era un enemigo, sino un aliado de los Estados Unidos, que incluso pudo haberse sumado al plan Marshall.
Se comenta que Stalin resultó sorprendido por el viraje norteamericano que renegó de un consenso bordado desde que en 1943, Roosevelt, Stalin y Churchill se reunieron por primera vez en Teherán, profundizado por ellos mismos en Yalta, en 1945 y ratificado en Potsdam, cuando Alemania había sido derrotada y Japón se deslizaba hacía la capitulación.
La ruptura con la Unión Soviética, aunque a todas luces precipitada e injustificada desde los puntos de vista militar y geopolítico, podía fundamentarse ateniéndose a las diferencias ideológicas. En marzo de 1946 la Unión Soviética no poseía armas nucleares, cohetería ni aviación estratégica y no animaban ninguna intención militar respecto a los Estados Unidos.
Estados Unidos rompió con la Unión Soviética y la demonizó porque necesitaba un enemigo y porque no podía a la vez sostener una relación estatal normal y repudiar del modo cavernícola como lo hizo al comunismo.
Aunque las diferencias ideológicas son cosa del pasado y Rusia no parece interesada en un conflicto caliente con los Estados Unidos, hostilizarla parece ser la opción de los ideólogos y halcones norteamericanos que necesitan un pretexto para mantener un clima de tensión global.
En definitiva, en su estrategia Irak e incluso Irán debieron ser originalmente pensados como episodios menores, que difícilmente podían justificar una estrategia armamentista de la escala que supone la especulación acerca de un hipotético peligro de conflicto con Rusia, que conserva una parte del potencial que otrora tuvo la Unión Soviética.
Los que en Rusia acariciaron o acarician la idea de ser socios de Washington, tienen los hechos a la vista y poco espacio para maniobrar. La posibilidad de escoger es angosta: la beligerancia o la humillación.
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