Editorial
El pasado 15 de agosto, un terremoto de 8 grados en la escala de Richter azotó el territorio peruano y dejó tras de sí un saldo devastador en el que se cuentan, según versiones oficiales, más de 500 personas fallecidas, centenas de heridos y alrededor de 85 mil damnificados. Además, en las regiones más afectadas por el sismo -las ciudades de Ica, Pisco y Chincha, en el sur del país- persiste la amenaza de que surjan focos de infección a causa de las condiciones insalubres que imperan, y de que la desesperación y la zozobra de la población peruana derive en violencia y caos generalizado.
Tras el sismo, el presidente de Perú, Alan García, declaró estado de emergencia y ordenó "la movilización del gobierno para ayudar a las zonas más afectadas"; afirmó que, a pesar de la intensidad del sismo, no hubo "una gran cantidad de daños personales", y pidió "serenidad y tranquilidad" de los peruanos. Asimismo, el mandatario solicitó "ayuda urgente" a la comunidad internacional para enfrentar la catástrofe sanitaria y la escasez de alimentos a causa del sismo. La ayuda comenzó a llegar de manera inmediata, principalmente en la ciudad costera de Pisco, la localidad más dañada por el terremoto. Sin embargo, el estado ruinoso en que quedaron muchas de las vías de comunicación ha dificultado que la asistencia llegue a comunidades rurales del interior del país que también fueron devastadas, cuyas poblaciones claman por agua y alimentos.
Las labores de rescate no han cesado, pero las autoridades sanitarias regionales se encuentran rebasadas y necesitan más recursos: el desabasto y la insuficiencia de las instalaciones de salud de las zonas afectadas han hecho necesario atender a los lesionados en pasillos y estacionamientos. Por lo demás, la preocupación de las autoridades peruanas crece conforme se avanza en las tareas de rescate y en la inspección de los daños. El ministro de Salud, Carlos Vallejos, aseguró ayer que uno de los principales peligros es "el surgimiento de enfermedades infecciosas", ante la certeza de que los cadáveres que aún no han sido hallados por los cuerpos de rescate empiezan ya a descomponerse. Otra de las amenazas latentes para la salud de los miles de damnificados es el daño que el sismo pudo causar en la infraestructura de las regiones afectadas: las autoridades de Protección Civil han informado del pésimo estado en que se encuentran la mayoría de los desagües de Pisco, que podrían colapsarse en cualquier momento y provocar un foco infeccioso si no son reparados.
Por otra parte, a pesar de los llamados de Alan García a "no caer en la desesperación" y de sus aseveraciones en el sentido de que "nadie va a morir de sed ni de hambre", la frustración de los habitantes de las zonas más afectadas -a causa de la escasez de alimentos, agua y medicinas- ha comenzado a expresarse en brotes de violencia y saqueos a comercios. En respuesta, el gobierno ha reforzado la presencia militar en la región, y ha asegurado que "no tolerará el desorden", pero las condiciones lamentables que imperan, en conjunción con el temor y la incertidumbre de la población, hacen suponer que el caos no cesará. Por si fuera poco, algunos de los damnificados han comenzado a acusar de corrupción a las autoridades encargadas del reparto de víveres y medicamentos.
El panorama desolador que trajo consigo el terremoto en Perú deja en claro que, si bien los fenómenos naturales se encuentran fuera del control humano, la inclemencia de éstos y sus efectos son mucho más devastadores para la población de países con infraestructura deficiente y autoridades rebasadas. Es imprescindible que la comunidad internacional continúe en solidaridad con el pueblo peruano, pero también debe exigir al gobierno de ese país que la ayuda llegue hasta el último rincón afectado y que atienda el descontento sin incurrir en actos de represión, a fin de evitar confrontaciones violentas y encono hacia la autoridad por parte de la población diezmada.
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