Editorial
El Partido de la Revolución Democrática (PRD) llegó al fin de su décimo Congreso Nacional con el enorme mérito de poner en la mesa de debates los temas más polémicos e incómodos de su futuro inmediato, una práctica ausente en las otras dos principales fuerzas electorales del país. La disposición a airear las disputas y las posiciones encontradas es, por sí misma, una muestra de civilidad democrática interna que impulsa, además, la discusión y el análisis en el resto de la sociedad.
Asimismo, el instituto político consiguió, pese a todo, mantener su unidad formal en contra de los augurios de que este podría ser el congreso de la ruptura partidaria entre la corriente Nueva Izquierda (NI), que controla el aparato del partido y se manifiesta más proclive a dialogar con el gobierno federal, y los grupos que demandan una postura de resuelto apoyo al movimiento de resistencia cívica surgido de la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador.
Ciertamente, una cosa es poner a debate las diferencias internas y otra, muy distinta, resolverlas. Por ahora el PRD no ha logrado solucionar la pugna más importante que se desarrolla en su interior, cuyo centro es la forma de relacionarse con el Ejecutivo federal surgido de las impugnadas elecciones del año pasado.
Lo más que pudieron lograr en este sentido los delegados al congreso fue acordar una serie de resoluciones ambiguas y de alcances inciertos en las que, por un lado, se abre la puerta para dialogar con el gobierno calderonista y, por el otro, se establece la negativa a permitir que su titular se dirija al Congreso de la Unión el próximo primero de septiembre, fecha estipulada por la Constitución para la entrega al Legislativo del informe presidencial. Esta deliberada y acaso obligada falta de precisión va a tener consecuencias no necesariamente positivas en las semanas y en los meses próximos.
La postergación de las diferencias –implícita en la indefinición de las resoluciones– parece una solución de transacción, sin duda riesgosa, dictada por la necesidad de evitar una ruptura. Con ella se gana un margen de tiempo para el debate interno, pero se corre el peligro de larvar confrontaciones virulentas que lleven a una pérdida del control partidista y a perpetuar una desviación evidente de la vida interna perredista: la sustitución de la polémica democrática y abierta entre la militancia por las negociaciones y componendas entre los liderazgos de las tribus.
Desde otro punto de vista, el cónclave tuvo dos aspectos positivos: la aprobación de una política de cuotas de género realmente paritaria, que instaura la paridad entre hombres y mujeres en el reparto de candidaturas a cargos de elección popular, por un lado, y la autocrítica, por el otro, acotada y negociada, pero autocrítica al fin, un elemento que brilla por su ausencia en la generalidad de las organizaciones políticas nacionales. Ha de señalarse que en el ejercicio de evaluación del desempeño propio faltó una toma de posición sobre el principal conflicto de identidad y rumbo que viene arrastrando el PRD: la progresiva confusión entre los medios y los fines en torno a la vía electoral y el ejercicio de cargos de representación popular, terrenos que fueron y que tendrían que seguir siendo los medios para procurar el avance de causas sociales y reivindicaciones populares, y no un fin en sí mismo, que es en lo que se han convertido para buena parte de los sectores perredistas.
Para finalizar, la decisión de constreñir las elecciones para dirigentes al padrón de la militancia perredista podría ser una medida adecuada si se considera el ambiente político nacional, en el que resulta inevitable la tentación de autoridades y de otros partidos a inducir los procesos de selección cuando éstos se realizan de manera abierta a la ciudadanía. Por otro lado, los listados de integrantes del PRD distan mucho de ser confiables y de estar actualizados, y no puede dejar de percibirse en la resolución un sesgo que, en las actuales circunstancias perredistas, favorece a NI y a su dirigente, Jesús Ortega, quienes controlan la mayor parte de la burocracia partidista.
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