Bernardo Bátiz V.
En los recorridos de los integrantes del gabinete legítimo que encabeza Andrés Manuel López Obrador, tenemos oportunidad de hablar con la gente y con ese motivo podemos calibrar lo que está pasando en México y podemos conjeturar lo que puede suceder en un futuro próximo. Las conversaciones con los ciudadanos comunes y corrientes en las plazas y en las calles de ciudades y pueblos son insustituibles para entender lo que es y lo que debe ser la política; quienes no salen de sus oficinas y se mantienen tan sólo entre círculos selectos de atildados funcionarios y elegantes empresarios pierden la visión real de México y una gruesa costra les impide tener el contacto que requiere lo que se ha llamado sensibilidad social.
Gente de Monterrey, por ejemplo, me hizo ver cómo el afán privatizador que campea con motivo de la globalización y el neoliberalismo ha llegado en esa ciudad norteña al extremo de que las amplias márgenes del río Santa Catarina, que eran usadas por la gente común de la ciudad para jugar futbol, hacer días de campo o para que los niños corretearan por su casi siempre seco cauce, de pronto fue motivo de concesiones a particulares influyentes y bien conectados con esos confusos gobiernos intercambiables que da lo mismo si son panistas o priístas.
Ahora, donde antes competían equipos llaneros de muchachos de los barrios hay césped bien cuidado, porterías de aluminio con redes flamantes y graderías para el público, pero, ¡lástima, Margarito!, todo cercado por malla ciclónica, sin acceso a la gente y sólo para que se diviertan quienes pueden pagar los altos costos al concesionario.
En otros tramos de las márgenes del río, hay juegos mecánicos y una pista de go cards en los que adolescentes y mayorcitos de la colonias elegantes de la ciudad juegan a ser campeones de carreras, por supuesto pagando los costos a los negociantes que obtuvieron, sólo ellos saben cómo, las concesiones que les dio una autoridad complaciente con los de arriba e indiferente y despectiva con los pobres.
Los jóvenes de los barrios, que se vayan a jugar a las calles, que no interfieran con los riquillos y que no estorben las diversiones de los que pueden pagar, ni siquiera con su presencia en las afueras, porque son de inmediato retirados por la ruda policía municipal. ¿O será estatal?
En el municipio de Hidalgo, al norte del estado, en las laderas de unos hermosos picachos de la Sierra Madre Oriental, los habitantes se debaten en la pobreza porque la fábrica de cemento del lugar, que era propiedad de una cooperativa, tuvo que ser vendida a la empresa Cemex, que tiene el monopolio de la producción de cemento en el país, la cual, apenas compró, cerró la planta porque su intención no era mantener la fuente de trabajo, sino quitarse a un competidor que aun siendo pequeño le causaba alguna molestia. Ahora los hombres de Hidalgo se van a Monterrey a buscar trabajo; los muchachos y las muchachas, a la frontera, a las maquiladoras, a gastar su juventud por unos cuantos pesos a cambio de largas jornadas y ninguna esperanza para el futuro, o a Estados Unidos como trabajadores migrantes.
Otra de las muchas quejas que ha captado el gobierno legítimo es la de vecinos de San Juan del Río, Querétaro, que son dueños de casas o pequeños negocios a la orilla de la autopista, que ven preocupados cómo se ha ido poniendo a lo largo de esta vía una barrera de contención que cierra las antiguas entradas a sus propiedades. Unicamente han quedado abiertas las de los grandes negocios, gasolineras, hoteles de lujo o restaurantes de cadena; las fondas, donde comen los traileros, o los talleres mecánicos y talacheros a la orilla de la carretera, van quedando sin acceso y por tanto también sin su fuente de ingresos.
Parece que la tendencia en el país es gobernar sólo para los negociantes y los potentados: la gente que se quede al margen; los más débiles, con un criterio cruel de darwinismo social, son echados, acosados, acorralados para que sirvan por salarios cada vez menores y jornadas cada vez más largas.
El único interés de las grandes empresas radica en conseguir costos bajos, precios altos a sus productos y servicios y más ganancias, sin rasgo humano alguno para sus trabajadores, sin consideración de ninguna especie, porque, como los hacendados porfiristas, los verdaderos dueños ni conocen a sus trabajadores ni les importan; viven muy lejos, en sus casas de descanso o en el extranjero, y los que manejan los negocios y tienen que rendir cuentas, al modo de los antiguos capataces de las haciendas, son ahora los directores de recursos humanos (vaya ironía), los abogados implacables y los jefes de producción que repiten sin pensar la máxima cínica que dice “de que lloren en su casa a que lloren en la mía, que lloren en su casa”, filosofía ramplona que los convierte en verdugos de sus compañeros de trabajo, en tanto ellos mismos esperan su turno para ser despedidos y humillados.
Si los detentadores del mando, si los factores reales del poder no acceden al cambio indispensable que requiere este país, que llegará de un modo o de otro y que está exigiendo la gente por medios pacíficos; si no hay un gobierno que, como dice Andrés Manuel, por el bien de todos, atienda primero a los pobres la presión seguirá acumulándose y, como hace 100, hace 200 años, la caldera volverá a estallar.
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