Julio Hernández López
Todo marchaba más o menos sobre negociadas ruedas hasta un día antes de la clausura del congreso nacional perredista. Nueva Izquierda había conseguido que la elección del próximo dirigente nacional del sol azteca sea circunscrita al padrón de militantes (lo que beneficia a Jesús Ortega, cuya corriente tiene control estructural y mucha experiencia en el manejo de esos procesos, y perjudica a Alejandro Encinas, que es apoyado por las redes no partidistas organizadas alrededor de Andrés Manuel López Obrador). Por su parte, el frente contrario a los chuchos (con Izquierda Democrática Nacional por delante) había logrado que se redujera notablemente el tono de autocrítica que podría ser adjudicado a la cuenta negativa del ex candidato presidencial (aunque mediáticamente el golpe estaba dado) y aparentemente había obtenido que las líneas generales del discurso del llamado “presidente legítimo” fuesen más o menos respetadas (rechazo a Felipe Calderón y ya no cero, pero sí poquita negociación sesgada –por la alterna vía legislativa– con ese gobierno no reconocido). Tan bonito fin de convención preveían los delegados solares, que el detalle de mayor exaltación de ese día previo al cierre de la reunión nacional había sido la revuelta femenil que obligó a establecer paridad de género en el otorgamiento de candidaturas.
Hasta ese punto había una victoria de los chuchos que, sin embargo, podía ser medianamente disfrazada en términos oratorios por el llamado Frente Político de Izquierda que –para dar ejemplo de lo perdido– en caso de ganar la presidencia perredista en marzo del año entrante se toparía con que Alejandro Encinas sería una figura de poder restringido por un secretariado y un comité político nacional que tendrán mayoría de los chuchos, conforme a las fuentes previstas para la integración de esos nuevos órganos. Apenas disimulable victoria de los Jesuses en un congreso en el que los lopezobradoristas sacrificaron lo que fue necesario para evitar desgaste y golpeteo a su figura máxima y en el que los no amloístas consolidaron el control formal del aparato partidista.
Pero las ganancias en el fuero interno no eran suficientes (a pesar de que se había autorizado la fórmula de rechazo total a Calderón pero negociación con los partidos en las cámaras, lo que permitiría a los perredistas atender propuestas felipistas siempre y cuando fuesen presentadas por la ventanilla de trámites de las bancadas blanquiazules), así es que Nueva Izquierda impulsó, a unas horas del cierre del congreso partidista, que se cancelara la instrucción de no debatir con el panista michoacano y que se estableciera la tesis de polemizar no en informes presidenciales clásicos, pero sí en debates “entre poderes”. Tan ingeniosa treta (“no debatimos con Calderón, sino con el titular del Poder Ejecutivo Federal”, podría decir en su momento cualquier diputado o senador fotografiable) fue detectada de inmediato y provocó un final con cierto aroma de ruptura (negociable, como todo en el mundo de los negocios… políticos), pues delegados de Izquierda Democrática Nacional y de Izquierda Social denunciaron en términos altisonantes la maniobra de los chuchos y anunciaron un efectista retiro del congreso que ya estaba en las horas postreras. Faltando un cuarto de hora para cerrar los trabajos perredistas, el coordinador de los senadores distinguibles por los colores negro y amarillo, Carlos Navarrete, presentó un acuerdo al vapor que supuestamente contrarrestaría el anterior acuerdo del “debate entre poderes”, con la promesa de que se rechazaría la presencia física del esposo de la señora Margarita en la tribuna legislativa.
El resultado final del congreso es favorable al calderonismo. Por una parte, fue instalada en términos políticos externos, aunque suavizada y moderada en acuerdos internos, la tesis de los muchos errores del lopezobradorismo. El punto no reside en la reseña de los defectos y excesos de la campaña presidencial de 2006 (en efecto, entre otras cosas, hubo gran soberbia en el entorno más cercano al candidato, como si las elecciones sólo fueran un trámite, y áreas fundamentales, como la promoción del voto y la representación en casillas resultaron un fracaso hasta ahora inexplicado y, sobre todo, nunca políticamente castigado), sino en el planteamiento originalmente hecho por novozurdos muy críticos que se preguntaban si el triunfo lopezobradorista hubiera sido posible en caso de haber solucionado a tiempo los problemas ahora denunciados. Hacer ese tipo de planteamientos es un regalo al calderonismo, pues se diluye la esencia de los comicios del año pasado: ni habiendo hecho una campaña perfecta hubiera sido reconocida la victoria de López Obrador, porque en su contra se puso en marcha un operativo múltiple de defraudación electoral que nada tenía que ver con “fallas y errores” o “virtudes y aciertos” políticos y de campaña. Pero el golpe político está dado, pues aun cuando esa visión colaboracionista no fue aprobada en esos términos, se dejó constancia explotable de que en el PRD “también” consideran que los comicios pudieron haber sido ganados “a la buena”, es decir, “sin errores internos”.
La otra colaboración con el calderonismo se ha dado al fracturar al PRD, en función de debatir o no con el Poder Ejecutivo Federal. Al considerar que ese resolutivo fue un “madruguete”, los opositores transitarán el escandaloso sendero del litigio judicial. Y se debilita la postura política lopezobradorista al no sepultar las tentaciones de cooperación con el felipismo sino, más bien, colocarlas en la superficie y convertirlas en materia de persistente debate (incluso con el acuerdo de última hora de impedir la llegada de F.C. al podio principal de San Lázaro). Pero, mientras Calderón cumple años y pone a México como regalo para que en Canadá George W. Bush se entretenga a título de alianzas de prosperidad y seguridad regionales, ¡hasta mañana!
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