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Sumario:
I. Tango y réquiem del Che, por Eduardo Lizalde
II. A mis hijos, por El Che
III. Poema en tiempo de guerra, por Jaime Labastida
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TANGO Y RÉQUIEM DEL CHE, POR EDUARDO LIZALDE
Che, como el de una ballena,
fiera arponeada a traición durante el parto
han destrozado tu cuerpo.
Cortaron, descoyuntaron, hendieron,
los pobres asesinos.
la propia carne de ellos
se corrompía al cortar.
Te hirieron, Che,
te destazaron, ballenato en tierra,
como res perdida entre caimanes beodos,
Che.
Todo se volvieron hachas, filos,
berbiquíes o serrotes,
para talar un árbol
que apenas ensayaba el vuelo
bajo tierra.
Polvo te hicieron, Che,
los dedos, los pulmones,
la luz de ojos adentro,
los ganglios, las estrellas
labradas en la piel.
Royeron, aplastaron, destruyeron,
Che.
Suprimieron, borraron,
hasta la última gota,
tus recuerdos del mar.
La palabra insecto
se avergonzó de estar impresa entre las otras,
pero escapó de las páginas
convertida en elogio.
Catedral y torre fue este nombre: insecto,
junto al nombre de tus asesinos.
¡Qué bellos sois
escupitajos luminosos,
líquenes malignos,
edemas de graciosa púrpura,
mojones, cucarachas altivas!
Pero no terminaste de morir entonces,
Che:
niños que levantaban sobre su cabeza
tu imagen, como un globo,
fueron muertos aquí.
seiscientas veces más te destruyeron
en seiscientas ciudades,
porque también tus asesinos
se multiplican al acobardarse.
Las madres locas de estos perros sucios
paren, cada vez más rápido,
más numerosas fieras.
Un ballenato en tierra
muerto por escarabajos, Che.
pero si alguna puerca accede
a fornicar con ellos
y a engendrar,
yo siempre me pregunto:
¿Qué contarán, qué pueden éstos
—marcados más que tú por esa muerte—,
qué contarán estos hombres
a sus hijos?
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A MIS HIJOS
Queridos Hildita, Aleidita, Camilo, Celia y Ernesto:
Si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre Uds.
Casi no se acordarán de mí y los más chiquitos no recordarán nada.
Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones.
Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense que la Revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionano.
Hasta siempre, hijitos, espero verlos todavía. Un beso grandote y un gran abrazo de
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POEMA EN TIEMPO DE GUERRA
(EN LA MUERTA DEL COMANDANTE GUEVARA)
I. AGONÍA DESDE EL CRÁNEO
No me duele morir. Tengo hambre
de tiempo, costra de las cosas,
de destrucción, de lucha; somos
la imagen del derrumbe, una
montaña contraída de ácidos;
bebemos agua serenada y un diamante
es el cimiento sobre el cual
construimos edificios de espuma.
Apenas se puede avanzar porque
las piernas pesan como plomo,
pero avanzamos, más allá de nosotros,
hacia niños que no existen,
hacia soles que saltan por encima
de nuestras cabezas, hacia
ese cometa grávido de sangre.
Éramos un ejército
que había cobrado cuerpo
de metralla; cada palabra
era un disparo; cada
hueso, un fusil. Encontramos
los rastros de la hormiga,
comemos polvo y lodo. Somos
árboles desgajados del bosque.
Buscamos una fuente y,
más allá, los ojos del hermano;
y después un combate... Siempre
el combate,
Los pies sangrantes,
que huellan campos de amapola
o cristales. La bomba que arrojé
hizo de ese hombre una derruida
estructura de navajas, polvo
vertical que camina hacia dentro
de su mirada enceguecida, y se desploma.
Parecemos un puñado de espectros,
pero somos invencibles. Alguien
cae. Los demás avanzamos; alguien
se inclina, ¿yo?, sobre su propio
esqueleto demolido.
No dejo a mis hijos y mi mujer nada,
nada, más que mi muerte
y la manera de asumir amor y guerra.
violencia contra violencia,
duro latido. La marea
que se estrella contra
un dique. Pienso en mis hombres
que no serán derrotados. Pienso
en Cuba, con una decisión inquebrantable,
mientras sonrío. Me acuerdo
de mis hijos, del tren blindado,
de mis padres, mis amigos.
ustedes, los que viven,
acuérdense de vez en cuando de este
pequeño condotiero del siglo 20,
aunque no tenga tumba,
aunque dispersen mis cenizas
y me corten las manos. Aunque
cercenen mi lengua, seguiré
hablando. Un ojo de acero
se acerca a espiar mi corazón.
ahora escucho el disparo...
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