Habitan cavernas y viven alcoholizados: es más fácil conseguir tesgüino que agua potable. En sus propias palabras, “muchas veces es lo único que hay para llevarse a la panza”. Harapientos, su patrimonio es la pila de ramas secas a la entrada de la cueva y lo que llevan puesto. Nacen y mueren sin que exista un registro oficial de ellos. No cuentan con acta de nacimiento ni saben cuántos años tienen.
Son hombres, mujeres y niños rarámuris que sobreviven en el corazón de la Sierra Tarahumara , adonde los aventó hace siglos el chabochi o conquistador y, por extensión, el mestizo, de quien siguen huyendo y, despavoridos, corren aunque se les grite que son médicos o maestros quienes esporádicamente los buscan. En la profundidad de las barrancas o en la cima agreste de las montañas, arañan, con rudimentarios instrumentos, las peñas casi desnudas para arrancarles algo de sunú o maíz.
Con esta entrega –de un municipio que oficialmente no se encuentra entre los más pobres del país, porque los encuestadores enviados por los gobiernos no llegan a las recónditas comunidades serranas y la cabecera municipal es “próspera”–, Contralínea concluye la publicación del reportaje, en 14 partes, de Miseria Criminal.
Batopilas, Chihuahua. El viento parece mecer a los infantes, niños, jóvenes y viejos reunidos entorno a una olla de tesgüino, bebida embriagante de maíz fermentado. Sentados en una viga carcomida o en el suelo, con la barbilla puesta en sus rodillas, divisan los enormes peñascos rosados y grisáceos de esta Sierra Tarahumara, declarada por el gobierno federal “Parque Nacional Barrancas del Cobre”. Abuelos, de alrededor de 50 años, y nietos, quienes rondan los cinco, se pasan la hueja luego de darle algunos sorbos. Todos están borrachos.
La familia de José Rodrigo Torres casi está completa: sólo sus hijas y nueras huyeron al advertir la presencia de chabochis. Convive junto a la milpa en la que han sembrado maíz, frijol y calabaza. Se trata de una pequeña ladera entre los abruptos acantilados de la cadena montañosa. De manera atropellada, y mediante intérprete o español entrecortado, señalan que no saben de edades, que no han recibido nunca atención médica y que comen sólo maíz y frijoles “cuando hay”. Generalmente se alimentan de quelites que buscan entre el monte.Batopilas, Chihuahua. El viento parece mecer a los infantes, niños, jóvenes y viejos reunidos entorno a una olla de tesgüino, bebida embriagante de maíz fermentado. Sentados en una viga carcomida o en el suelo, con la barbilla puesta en sus rodillas, divisan los enormes peñascos rosados y grisáceos de esta Sierra Tarahumara, declarada por el gobierno federal “Parque Nacional Barrancas del Cobre”. Abuelos, de alrededor de 50 años, y nietos, quienes rondan los cinco, se pasan la hueja luego de darle algunos sorbos. Todos están borrachos.
La familia de José Rodrigo Torres casi está completa: sólo sus hijas y nueras huyeron al advertir la presencia de chabochis. Convive junto a la milpa en la que han sembrado maíz, frijol y calabaza. Se trata de una pequeña ladera entre los abruptos acantilados de la cadena montañosa. De manera atropellada, y mediante intérprete o español entrecortado, señalan que no saben de edades, que no han recibido nunca atención médica y que comen sólo maíz y frijoles “cuando hay”. Generalmente se alimentan de quelites que buscan entre el monte.
—¿Cuándo fue la última vez que comieron carne?
La pregunta los deja atónitos. Guardan silencio por unos segundos y luego estallan en carcajadas y en una gritería en la que todos hablan al mismo tiempo.
“¿Carne? No, pues muy a lo largo... a lo largo. Pasan años pa’ que comamos carne y solamente cuando alguien nos convida. Los bukes (niños pequeños) ni la conocen”.
Una voz gruesa irrumpe con un lamento. Es la abuela que ha comenzado a cantar “para que llueva, se dé el maicito y tengamos milpa que trabajar”. Ana María Castillo –quien dice haber tenido “como 22 hijos”, de lo cuales “no se lograron” ocho– dirige su canto al cielo y el abuelo se levanta a bailar. Sus pies descalzos golpean lenta y rítmicamente la tierra y levantan polvo rojizo. Los ojos de la mujer, hinchados y acuosos, están cubiertos de una secreción turbia. Dice: “desde hace unos meses ya casi no veo”.
Antes de que oscurezca, se trasladan a su morada: una cueva, abierta como pequeña herida en la montaña. Tambaleándose, caminan por un estrecho sendero en el que cabe una sola persona; de un lado, la roca y los arbustos espinosos; del otro, la barranca de la que apenas se escucha el rumor del río.
El acceso de la caverna mide aproximadamente un metro. Ahí han apilado ramas secas con las que encenderán la fogata. El interior es más amplio y caben alrededor de ocho personas. Su tosco metate sólo es piedra contra piedra; también se observa una botella con agua y dos cobijas. Es el patrimonio de la familia. No todos pueden dormir aquí. Sólo los abuelos, los niños y las mujeres solteras gozan de la protección de la hendidura rocosa. Los demás pernoctan bajo chozas improvisadas con ramas y tierra o a cielo descubierto.
Los niños no van a la escuela, pues “el maestro que vino nomás estuvo dos días y se fue”, dice Antonio, quien tiene cuatro hijos menores de 10 años, “más una que se me murió”.
José Guadalupe comenta que “doctor nunca viene. Sabemos que hay brigadas, pero nunca llegan acá. Andan de esa sierra pa’ allá” y señala, a lo lejos, una cordillera de coníferas. “Pasa lo mismo que con eso del Procampo”, añade.
Al lugar se le conoce como La Mesa de Egüis. Se encuentra, aproximadamente, a 60 kilómetros de esta cabecera municipal, que se recorren a pie por alrededor de nueve horas; o cuatro, en camioneta por una brecha accidentada.
Pero no sólo los rarámuris padecen la miseria y la ausencia de servicios. Los ranchos de los campesinos mestizos tampoco cuentan con luz eléctrica, servicios médicos ni tierras fértiles. Son casi tan pobres como los indígenas. La dieta de la familia Egüis, que levantaron sus modestas casas de adobe junto a un arroyo, es casi idéntica a la de los rarámuris; pero pueden comer queso de cabra y café, los cuales comparten algunas veces con los indios.
Munérachi
El cielo encapotado y el aire húmedo anuncian los aguaceros nocturnos. Saben que la lámina no les servirá de nada, pero dicen estar acostumbrados: “nomás así siempre la pasamos”.
La "casa" de Federico y Martha. La familia puede pasar dos días sin comer
Tampoco hay médico en esta comunidad, aunque las brigadas de salud llegan cada uno o dos meses. Los habitantes cuentan con un viejo internado para los niños en el que no hay maestros desde hace medio año. Perros con sarna se pasean por una abandonada cancha de basquetbol. La vieja iglesia es la única construcción que cuenta con gruesas y altas paredes. También se encuentra cerrada y, a través de los orificios de las puertas apolilladas, se advierte un templo rústico y pobre.
Vicente Rivas, el comisario policía de esta localidad, habitada aproximadamente por 600 personas, dice que “aquí lo que más falta hace es clínica con doctor”. La autoridad tradicional expresa que la gente se enferma de neumonía y los niños no están bien alimentados. Agrega que “la gente luego se muere de repente sin saber ni de qué”.
Cuando una persona de esta comunidad cae enferma, sus familiares acuden al sucurúami o curandero, quien “a veces cura la diarrea, la neumonía y la calentura con raíces y cantos”.
Munérachi se encuentra a más de siete horas, recorridas a pie, de la cabecera municipal. Para llegar al centro de salud deben atravesar dos ríos que en temporada de lluvias son imposibles de cruzar.
El agua que ingieren es “del aguaje”, es decir, de una pila dispuesta para captar el agua de lluvia.
Rodrigo Soto Gutiérrez, de alrededor de 50 años, muestra su casa: dos pequeñas habitaciones de adobe con techo de ramas y tierra. Al interior se observan dos petates, dos costales de maíz, una pala, un azadón, un bielgo y un hacha. Además, un altar a la virgen de Guadalupe y a San Judas Tadeo.
Desde lo alto de un peñasco, Rodrigo Soto observa caer la noche. Dice que los sacos de maíz le alcanzarán a su familia sólo para dos semanas más “y el cielo no quiere llover bien”. Erguido y de semblante duro, cruza los brazos. Pareciera estatua de bronce colocada sobre un risco. Se ha quitado la napacha o blusa. El viento le mece el isigura o taparrabos. Sólo escucha el sonido estridente de las chicharras que, luego de la puesta del sol, domina el monte.
Guamuchili
En lo profundo de la barranca, y a orillas del río Batopilas, está la cueva de José María Layo. El viejo no ve definitivamente de un ojo. Del otro, le escurre una lágrima espesa que “hace que todo se vea empañado”. Camina a pasos cortos ayudado con un bastón; pero se muestra ágil al atravesar los arroyos. Casi no entiende el español y muy pocas frases puede decir “en castilla”.
Llovió toda la noche anterior y el estruendo del río crecido hace que cualquier diálogo sea a gritos. José María no sabe cuántos años tiene, “pero ponle que como 500”, dice con seriedad. Tiene nueve años viviendo en esta cueva. Antes vivía en otra de la sierra. “Me bajé porque aquí tengo cerca el agua”, comenta y, con una mueca, señala al río.
Nunca fue a la escuela y nunca había sido atendido por un médico hasta que se acercó a esta cabecera municipal, hace dos meses, desesperado porque está a punto de perder la vista. Camina cada semana alrededor de 15 kilómetros para que sea revisado por el médico. Ha recibido el apoyo del presidente municipal. Vive con un hijo, su nuera y tres nietos.
La cueva no es profunda y ni siquiera puede resguardarlos completamente de la lluvia. María, de siete años, carga, amarrada por la espalda, a su hermana Rosita, de tres meses. Juega, junto con Juan, de dos años, con el agua verdosa encharcada en el interior de la cueva.
José María ha colocado ramas delgadas para colgar sus pertenencias y con ello evitar que se mojen: el guare o cesto de tortillas, las cobijas, el petate, la hueja o cuchara y las bolsas de ropa que les fueron entregadas en la presidencia municipal.
Guacaibo
Los niños se pasean, descalzos y silenciosos, por las milpas. Infestados de parásitos, su vientre les crece grotesco, aunque el resto de su cuerpo se observe delgado y blancuzco. Porfirio Méndez Enríquez, el comisario policía de la comunidad, sostiene entre sus manos a Óscar Diego, de dos años. El infante, débil y con un estómago de 30 centímetros, no puede sostenerse por sí mismo.
“Éste es el niño más jodidón. Está muy panzoncito. Ya está que revienta. Lo bajamos a Batopilas hace como dos meses y de ahí se lo llevaron hasta Chihuahua. Lo vieron unos doctores y hasta medicina nos dieron; pero ya se acabó y aquí cómo vamos a conseguir. Sí le había bajado su pancita pero ya le creció otra vez. Luego se enferman como de gripa y calentura, que dicen que viene siendo paludismo”, explica Porfirio.
Sin embargo, los niños no son los únicos que muestran vientre abultado. Los adultos también padecen de enormes estómagos sin que sepan cuál es la causa. Beben agua de lluvia que captan en grandes tinacos o extraen de los pozos.
Porfirio Enríquez dice: “He bajado a Batopilas a hablar con la doctora que está ahí para decirle que necesitamos doctor acá. Me dice que no hay presupuesto; pero yo le digo, no le hace que no haya presupuesto: acá hay gente. Primero hicieron que nos ilusionáramos con que sí iban a mandar. Hace como cinco años nos dijeron que era cosa de que nomás hiciéramos la casa de salud. La levantamos de adobe y hasta puertas le pusimos y todo. Nunca llegó nadie y ahora está ahí toda inservible”.
Agrega que “sí se han muerto personas porque no se les atiende. Ya nos conformamos con que viniera un doctor cada mes. Mira a esta otra chiquita: es Jesusita y no quiere crecer”. La niña, de seis años y 16 kilos, se oculta entre las piernas de Porfirio.
La comunidad se encuentra en la parte más alta del municipio. Casi en las cimas de las montañas, gozan de algunas praderas y bosques de ocotes. Sin embargo, el agua no es suficiente.
“Aquí tenemos muchas ganas de trabajar. Necesitamos una presa. Nosotros mismos la hacemos, pero necesitamos material. Con una presa, podríamos tener riego y hasta agua para bañarnos, porque ahorita casi toda es para tomar. Y, a veces ni para eso tenemos”.
El Tablón
El viejo Higinio Osorio Rentería, de 77 años, levanta cuidadosamente su pantalón y descubre su pantorrilla. Las moscas, ligeras, se apeñuscan en una masa tumefacta y sangrante. La herida nunca cicatriza y se extiende apresuradamente. Nadie sabe qué enfermedad lo aqueja ni las causas de ella.
“Me enfermé de llagas. Nomás primero me dolió el empeine; luego llegó la calentura, y a los pocos días me salieron manchas rojas. En julio, cuando estaba desyerbando una matita de maíz, me di cuenta de que ya tenía más manchas y las llagas. Mi otro pie está como adormecido.”
Más de 12 horas, a pie por senderos escabrosos, separan al viejo de la cabecera municipal de Batopilas, donde un médico podría atenderlo. “Nunca ha venido un doctor por acá o, por lo menos, a mí no ha tocado verlo y, la verdad, yo ya no puedo bajar”, asegura. Las brigadas médicas tampoco llegan hasta esta ranchería habitada por mestizos.
El anciano vive solo. No cuenta con familiares. Sus vecinos procuran lavarle las heridas con agua y yerbas.
Bacilio Portillo Castillo, de 57 años, lamenta la falta de servicios médicos: “Aquí sí se han muerto. Apenas llevábamos a Batopilas a un chamaquito. Lo vimos enfermo un día en la mañana; le dimos remedios y parecía que se componía. Ya en la noche se puso muy malo y por la mañana lo echamos en el lomo de un burro rumbo a Batopilas; pero como a la hora de camino, se acabó el niño. Tenía seis años”.
El campesino, de sombrero, huaraches de tres puntadas y daga en la cintura, expone que en la ranchería no llega Procampo ni Oportunidades. Tampoco los niños van a la escuela, pues el maestro se fue hace de cinco meses.
“Aquí necesitamos muchas cosas; pero comida es lo que más hace falta. Necesitamos también un puente colgante para atravesar el río, porque en temporada de lluvias no hay siquiera ni cómo ir a conseguir las cosas a otro lado.”
Cuesta abajo, rarámuris salen al paso de los forasteros. No pronuncian una sola palabra ni responden a vocablo alguno que no sea el kuira’, saludo tarahumara. Adustos e inmóviles, parecen impasibles no sólo ante los agrestes clima y orografía sino también ante el hambre, la enfermedad y la tragedia.
Desde las veredas, se observan en las laderas a otros que yacen desmayados y con el rostro sangrante. Son los entesgüinados que, solitarios, despertarán para seguir arañando peñascos y huir, sierra adentro, de la voracidad del chabochi.
Mientras el ViReyes Baeza derrocha y atraca recursos del Estado y de la Federacion, en su intento por cultivar a la poblacion mas inculta e ignorante del pais con su "Festival Cervantino norteno" , la realidad en su Estado (Chihuahua), sus raices, la vida de aquellos a los que realmente les pertenece Mexico esta en calidad de extincion y viven en una situacion verdaderamente deplorable e indigna......eso es simplemente y llanamente no tener madre, ni abuela, ni neuronas, ni canicas, ni nada!
PROCAMPO y los paliativos para combatir la miseria, UNA ESTAFA! en todo el pais.
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