Editorial
Después de seis años de mantener una “guerra contra el terrorismo” que ha costado centenares de miles de vidas, daños materiales incalculables y miles de millones de dólares, el gobierno de George W. Bush afirmó, en un documento dado a conocer ayer por la Casa Blanca, que para Estados Unidos la organización fundamentalista Al Qaeda “sigue siendo la manifestación más seria y peligrosa de amenaza terrorista”.
La afirmación tiene implicaciones escandalosas, tanto si es cierta como si no. En el primer caso, la persistencia del grupo integrista es prueba contundente de una pasmosa ineptitud estratégica de Washington para neutralizar una organización armada a pesar de la abrumadora disparidad de recursos entre la máxima potencia militar, económica, política, industrial y diplomática y una red de militantes clandestinos dispersos en el mundo. En el segundo, se fortalecería la sospecha creciente de que los fundamentalistas que operaban en Afganistán en 2001 y lanzaron el 11 de septiembre de ese año los ataques terroristas contra Washington y Nueva York son, independientemente de su condición actual, utilizados por la Casa Blanca y el Pentágono como coartada para mantener y profundizar una cruzada bélica cuyo propósito real y principal no parece siquiera la consolidación de la posición geopolítica de Estados Unidos en Medio Oriente y Asia, sino la generación de oportunidades de negocios para las empresas estadunidenses próximas al círculo presidencial.
Independientemente de que Al Qaeda conserve o no intacta su capacidad para amenazar a la superpotencia, es claro que en esta guerra ha sucumbido la vigencia de la justicia en el país vecino. Así lo manifiesta la decisión de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos de negarse a examinar las denuncias por tortura interpuestas por el ciudadano alemán de origen libanés Jaled el Masri, quien hace unos años fue secuestrado y torturado por la CIA en Afganistán, en el contexto de la “guerra contra el terrorismo”, por más que el afectado no tenía relación alguna con organizaciones terroristas.
El máximo tribunal estadunidense falló en definitiva que el proceso legal correspondiente no tendrá lugar porque en él podrían salir a relucir secretos de Estado.
La determinación referida significa, en los hechos, una cobertura de impunidad a todos los atropellos –muchos de ellos gravísimos– perpetrados por funcionarios civiles y militares estadunidenses dentro y fuera del país, en el contexto de la cruzada bushiana.
En lo sucesivo, y con este antecedente, no habrá forma de llevar a los tribunales a los responsables de violaciones a los derechos humanos y las libertades fundamentales, pues muchos de esos atropellos han sido perpetrados en operaciones encubiertas que pueden ser catalogadas como “secretos de Estado”.
En suma, la cruzada de Bush no sólo ha significado la destrucción de Afganistán e Irak y la muerte de cientos de miles de habitantes de esos infortunados países y de miles de soldados invasores de diversas nacionalidades; no ha sido nada más un dispendio astronómico de dinero público para beneficiar a contratistas privados, ni se ha traducido únicamente en la más severa derrota sufrida desde Vietnam en el ámbito exterior por la superpotencia: ha conllevado, además, la destrucción de los principios elementales de impartición de justicia y de certeza jurídica en la que presume de ser la máxima democracia del planeta.
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