Carlos Martínez García
Con el viejo recurso de vociferar “al ladrón, al ladrón”, el cardenal Norberto Rivera Carrera busca tender un escudo protector que cubra su persona de las consecuencias que han tenido sus actos políticos y pastorales en el pasado reciente. Aprovecha las manifestaciones que en su contra han organizado en el interior de la catedral metropolitana y en sus inmediaciones, pequeños grupos de ciudadanos que, sin quererlo, le han dado argumentos al prelado para declararse perseguido por un laicismo intolerante.
Las varias irrupciones de inconformes a misas oficiadas por Rivera Carrera son contraproducentes. El contenido de las críticas expresadas hacia el arzobispo primado de México está basado en acciones reprobables perpetradas por el alto clérigo. Sin embargo, las incursiones al templo católico con pancartas y gritos para mí no son compartibles. Ir a gritarle a Norberto Rivera, y reclamarle por ello, que tiene bien identificados intereses y nexos políticos con las elites del Partido Acción Nacional y el gobierno federal habla mucho de la osadía de quienes se han plantado en la catedral, pero de la misma forma evidencia confusiones en los principios de cómo confrontar a los adversarios mediante fondo y forma democráticos.
Comparto los señalamientos de que la pastoral de Norberto Rivera Carrera es la opción preferencial por los ricos y poderosos. Igualmente me parece que está bien documentada la acusación que se le hace, desde varios frentes, acerca de su encubrimiento a curas pederastas. Creo haber dejado varias muestras de lo anterior en distintos artículos publicados en La Jornada. Soy contrario a la pretensión de los clérigos, católicos o de otro signo religioso, de ser tratados como una clase aparte, privilegiada, con muchos derechos pero con escasas responsabilidades.
Sí, hay que exigir a personajes como el cardenal Rivera Carrera que rinda cuentas de su accionar, que sea transparente en casos donde se vislumbran conductas turbias, tanto de él como de protegidos suyos. Nada más que es necesario hacer esto con inteligencia, evitando expresiones grandilocuentes pero que son estériles en el logro que se busca: hacer que el cardenal sea juzgado, como cualquier ciudadano en las instancias que correspondan.
Norberto Rivera muestra, una vez más, su manejo del timing político al inflar las manifestaciones en su contra que antes hemos referido. Se dice perseguido, acosado por desatados vociferantes, mártir por defender la libertad religiosa. Asegura que como el gobierno de la ciudad de México ha sido incapaz de darle protección para oficiar la misa dominical, sin la presencia de inconformes que enarbolan cartulinas que le llaman cómplice de pederastas, por lo tanto no le queda más que solicitar el manto de la seguridad del gobierno federal. Afirma la Arquidiócesis de México, en un comunicado de prensa, que hasta existe “complacencia de la policía capitalina”, la cual el domingo pasado se concretó a presenciar “las agresiones físicas al cardenal Rivera y a sus acompañantes”.
Las pocas personas que le cerraron el paso a la camioneta en que iba el cardenal, después de haber dado misa, patearon el vehículo, lanzaron consignas y escupitajos, perpetraron tanto desatinos como agresiones que debieran estar ausentes en grupos que se declaran a favor de la democracia. Eso es una cosa, pero otra es que la arquidiócesis aproveche los excesos para expresar en su boletín que “responsabiliza al PRD y a los líderes de la Red de Sobrevivientes de Abusos Sexuales de Sacerdotes (SNAP, por sus siglas en inglés), de esta agresión física y de las futuras agresiones que llegaran a realizar en contra del señor cardenal Rivera y en contra de los demás religiosos, ya que han instrumentado campañas de odio contra la fe católica e indiscriminadamente contra todos los sacerdotes, lo que ofende a los creyentes con las continuas calumnias proferidas contra el señor cardenal y la Iglesia católica”.
La verdad no veo alguna “campaña de odio contra la fe católica” y sus sacerdotes por parte de quienes con argumentos y pruebas, no con movilizaciones escandalosas y desafortunadas, han denunciado al cardenal de maniobras no santas. Rivera Carrera pretende evadir que entre sus acusadores hay católicos, y que le señalan conductas impropias muy específicas. El cardenal y su vocero, el sacerdote Hugo Valdemar, recurren a la gastada argucia de presentar la parte por el todo: si se critica a Norberto Rivera, entonces se ataca al conjunto del catolicismo. El prelado percibe como calumnias lo que son pruebas suficientes para haberlo llevado a tener que declarar ante la Corte Superior de Los Ángeles, California, por conspiración pederasta.
Sagaz, como es, Norberto Rivera Carrera sabe sortear vendavales ciertos o ficticios. Ahora se presenta como mártir, líder acosado por cumplir la misión religiosa de guiar humildemente a su feligresía. Se empeña en construir en su persona a un mártir. La operación tiene más bases mediáticas y de maniobras para blindarse contra acusaciones documentadas, que intereses pastorales y preocupaciones por su grey. Curioso mártir es el cardenal, con pleno acceso a toda clase de tribunas para denunciar a sus perseguidores.
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