Carlos Tena
En los tiempos en los que los educadores laicos (religiosos el 99 por ciento) y celestiales (curas y demás derivados, en un 100% creyentes) te daban un bofetón, un tirón de orejas o una hostia singular, cuando no sabías la lección o hacías el gamberro en la clase, hablabas con un compañero o te reías del último chiste de Jaimito, pensábamos en lo delicioso que sería devolverles la gracia a esos expertos en educación espartana, aunque en la casa, tras la bronca del pater o mater familia al conocer que su vástago fue objeto de un rapapolvo, acompañado de estacazo, se repetía una y otra vez que la letra debería entrarnos en la cabeza, aunque fuera con sangre, porque todos los adolescentes, jóvenes y niños éramos diablillos mundanos que nos saltábamos a la torera los diez mandamientos, las virtudes teologales, las cardinales y al ayuno cuaresmal. Menos mal que el sentido del humor no nos lo quitaba ni el arzobispo de Burgos.
En suma, para nosotros se trataba de sobrevivir de forma divertida, en un ambiente de continua agresividad y religiosidad inquisitorial, mientras leíamos que Cristo sólo se cabreó únicamente una vez en su vida pública. Fue con unos cuantos mercaderes (cómo no) cuando, paseando por su casa, o sea el templo, vio cómo decenas de avispados comerciantes a lo Botín, Koplowitz, Albertos, Conde o Ybarra, se dedicaban a montar chiringuitos, sin tener en cuenta que el recinto debía ser sagrado.
- ¡ Coño ¡ - musitábamos tras los correspondientes tocamientos obscenos - esto de hablar de ternura, piedad, compasión y caridad, no cuadra con la puñetera realidad, en la que esos hermanos maristas, salesianos, jesuitas o teresianas, mercedarias o damas negras, se ponen a repartir bofetadas y empellones contra quienes no cumplen las normas de la buena educación o conducta, de la religión católica (la única, porque el resto eran de desalmados y corruptos sexuales) o de la obediencia debida al superior. Y encima, querían llevarte al catre como fuera. Así no hay quien pueda.
El asunto era así de sencillo. O ibas por la vida simulando ser un arcángel, aunque adorases al Dios Onán, o te molían a hostias y terminabas en el ejército, cuna de hombres recios, valientes y sacrificados, que, como en los colegios y escuelas religiosas y/ o laicas, en la intimidad eran señoras estupendas, pero muy frustradas, que ansiaban poseer un cuerpo de joven Adonis; y si fallaba el cuartel, o te mandaban al seminario, para que terminaras tu vida como sacerdote, cura o monaguillo en grado superlativo, pasando por la misma experiencia, o sea, viendo a personas con pene y escroto, que soñaban con culos infantiles, o tetas, coños y lenguas experimentadas. Esa situación no ha cambiado en lo absoluto, sobre todo en la Iglesia, si la comparamos con una asignatura llamada democracia.
Cuando llegó al poder de la jefatura del estado un ciudadano de la familia Borbón (una de las más dañinas para la especie humana), proclamado Rey por un asesino llamado Franco, se nos dijo que íbamos a gozar de un pastel llamado democracia, que suprimía aquello de que, para crearle puertas a las letras y los números, debíamos sangrar hasta por los sobacos; que la educación sería laica, independiente, rigurosa y gratuita; que habría trabajo y vivienda para todos; que gozaríamos de libertad de expresión; que existiría la igualdad de sexos y que nadie sería perseguido por sus ideas. Garzón o Grande Marlaska eran aún niños… o lo parecían.
La cosa comenzó en 1977 durante el estreno de una obra de ciencia ficción llamada De aquí a la transición, a la que siguieron otras comedias costumbristas, en las que millones de personas creían que podían decidir algo metiendo un papel en una urna, en tanto por los medios de comunicación (en manos del ejército, la iglesia católica, la monarquía y la banca privada), se daban clases de anticomunismo visceral para que, si salían elegidos seres de tamaña ralea, fueran rápidamente eliminados, bien por medio de comandos salidos de la nunca extinta policía política, bien con algunas mesnadas de incontrolados manejados y pagados desde arriba.
Derrotado el bloque soviético, compradas las conciencias de ex rojos de todos conocidos que hoy balan en el PSOE (López Garrido, Almeida, Kindelán, Carrillo, Sartorius y demás ovinos políticos), relegadas las ideas socialistas, vencido y derrotado el ejército de la cordura y la dignidad, la democracia, por fin, había llegado a España.
Y es que estamos viviendo tiempos democráticos por cojones, en los que las fuerzas de seguridad de la Banca privada, la Monarquía, la Justicia abrazada al telescopio que, en forma de pene, le une al Gobierno, la hipocresía, la defensa de la tortura, el genocidio y demás virtudes democráticas, se enseñan a los adolescentes a hostiazo limpio. Como debe de ser en democracia. Por ello, Garzón & his Puppets, grupo de reggaetón a lo bestia, que entienden perfectamente dónde viven, se dedican a encerrar al mensajero, a meter en la cárcel a personas contra las que se inventan cargos y más cargos, en una patética tragicomedia llamada España es mía, mientras San Francisco Franco, en un recoleto pastizal, se aparece a unos pastorcillos, empalmado y con el culo al aire, queriendo follarse a todos los que no comulgamos que la democracia que él bendijo, antes de irse al Valle de los Caídos por Dios y por la Patria.
Ese y no otro, es el escenario actual en el que los mediocres siguen siendo las obedientes marionetas, a las que aplauden muchos intelectuales sin escrúpulos. Todos a la cárcel, que en España empieza a amanecer.
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