Luis Linares Zapata
A un programa estelar de la televisión estadunidense fue cargando Fox con su sólido bagaje intelectual y el cúmulo de experiencias dignas de ser contadas. Larry King, el longevo entrevistador de la CNN con sus tirantes al descubierto, lo presentó en su afamado estudio. Con ello se le abre a Fox, de par en par, la puerta al estrellato. Restan, todavía, otras hazañas mediáticas (Road Show) para terminar de promover lo que llama su libro: La revolución de la esperanza. La categoría de “personalidad” (star sistem) propia de aquellos que han alcanzado el éxito, la tiene al alcance de un micrófono generoso o de una toma adicional de perfil. Y, como para muchos otros, ésa parece ser la meca de sus entresueños. Todo un conferencista consagrado en el circuito del primer mundo. El vendedor de Coca-Cola, que llegó a presidente de México, se reinventa y encuentra una nueva pasión de vida.
Para tal aventura comunicativa todo un tinglado de maquillajes lo respalda, incluido el famoso rancho de triple asiento en San Cristóbal, La Granja y, ahí juntito, en las cabañas de La Estancia con sus cerros sembrados de agave azul. Aunque nada de eso sea suyo porque, entre el goce a perpetuidad y la propiedad declarada, una intrincada serie de fideicomisos y donaciones se interponen hasta imposibilitar cualquier aclaración a fondo. El cómodo y cínico reino de la impunidad. El tradicional escudo protector de los poderosos de este subdesarrollado reino de las apariencias y el rollo distractor.
Fox lleva, al mercado estadunidense, lo que se imagina que éste quiere oír: anécdotas de triunfos rotundos, las vitales contribuciones al avance democrático no sólo de México, sino del mundo civilizado. Quedan, como segundo plato a degustar, las condenas instantáneas al paquete de populistas latinoamericanos (Chávez, Correa, Morales), las críticas pedestres a la Cuba de Castro y su victoria final sobre López Obrador en las actas sin contabilizar y alteradas con premura. Pero, además, Fox, ese ranchero rencoroso, agrega a su palabrería grandes dosis de melcocha para su pareja: esa mujer de talla mundial que lo acompaña, su desinteresada seguidora de quien le gustaría ser pararrayos de malfarios e infundios.
La tragedia de su administración queda en la retaguardia de todo este follón de oropel en proceso. La descarnada historia de sus fracasos, errores, delitos y dispendios que espera el detallado rescate para alumbrar lo que, por desgracia, todavía se prolonga hasta estos días como una especie de herencia maldita y desgobierno.
En medio de esta faramalla de imágenes y golpes de realidad surge una interrogante: ¿cómo llegó Fox a ser presidente de México? Y, para contestar tan incipiente cuestión, algunos aspectos se aparecen como material de examen: el extendido antipriísmo que embriagaba a la sociedad después de años de abusos, torpezas e injusticias; la incapacidad de la izquierda para presentar una renovada opción; el analfabetismo electoral de una gruesa capa de la población y la fortaleza desmesurada de los grupos de presión en busca de conservar y acrecentar sus privilegios. Juntos y revueltos, tales ingredientes formaron un coctel de fácil digestión que desembocó en una candidatura sin contenidos conceptuales, ralas habilidades políticas, grosera ignorancia, acomodaticia visión del país y cortos apoyos populares, pero que, con auxilios interesados, se logró encaramar sobre sus débiles contendientes.
Lo que siguió fue la narración detallada, continua, por demás anunciada de una catástrofe de gobierno. Nadie puede llamarse a engaño. Fox mostró sus limitaciones desde que fue incoloro diputado, las asentó en el Guanajuato de sus viajes y promociones al vapor, para ratificarlas en el mero acto inaugural de su sexenio presidencial.
La frivolidad con que asumió la formalidad de sus puestos públicos fue un sello distintivo que sólo se acrecentó con el paso de los días y el acceso a los botones de mando y los dineros federales, que, por cierto, Fox tuvo en abundancia (más de 400 mil millones de dólares adicionales) que todavía vagan sin encontrar explicación, menos aún rendimientos en bienestar, justicia y crecimiento económico.
Fox no ganó por sus propios méritos: los llamados votantes útiles le obsequiaron a título gracioso. Y por ello habrán de pagar, además de los ya ofendidos con privaciones, maltratos y destierros, otras varias generaciones de mexicanos que no verán un horizonte de oportunidades para su desarrollo.
Los que afirman que Fox ganó la Presidencia por sus habilidades propagandísticas, por los recursos conseguidos a través de sus amigos, o por su presencia, novedad o apariencia de su figura sólo mencionan una parte de la pequeña historia. El resto habría que buscarlo en los que fueron beneficiados durante su mandato. De ahí surgen muchas de las respuestas que se andan buscando. En primer lugar están los magnates y sus empresas a quienes Fox atendió en desmesura con todo tipo de ayudas y recursos. Pagos obligados por su colaboración “desinteresada” en la campaña, pero también por la propia convicción de Fox en pensarse, él mismo, como un empresario que nunca fue. Este es un punto nodal que, apenas ahora, los mexicanos empiezan a entender por los efectos dañinos sobre todos y cada uno de los aspectos de la vida organizada de la nación, incluyendo la propia vida de cada quien.
Después, habría que indagar sobre la calidad de la elite de funcionarios y burócratas partidarios que reunió a su derredor, esa que se dice panista y sus acompañantes del priísmo decadente. Juntos forman una especie de cogobierno que mucho tiene de saqueo a la intemperie y poco, muy poco, de eficacia política. Vienen después los corifeos y demás compañeros ocasionales de viaje, esos que llamaron al voto útil y se cobraron con prebendas y posiciones de poder. Ellos tienen gran parte de la culpa de este inmenso desaguisado que fue la administración de Fox, todo un sexenio malbaratado entre la tontería y la insensible producción de masas depauperadas que rondan por esta devastada república y que una escenografía mediática no puede disfrazar.
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