Adolfo Sánchez Rebolledo
El anuncio de la Iniciativa Mérida (bautizada ex oficio como Plan México) suscita resquemores y no sólo por nostalgia por el viejo celo nacionalista, como algunos suponen. La Secretaría de Relaciones Exteriores ha dicho que la soberanía nacional está a salvo, pues se trata de un convenio de cooperación no militar que fortalecerá la capacidad de respuesta técica y operativa de las autoridades nacionales ante el empuje de la delincuencia organizada trasnacional. Es obvio que en un asunto de carácter global, como el tráfico de drogas, es impensable la autosuficiencia. Por el contrario, para combatirlo se requiere colaboración internacional, coordinación entre estados, sintonía y la misma voluntad entre los encargados de tan delicada misión. Eso es incontestable. También es natural que el país que tiene mayores recursos económicos, tecnológicos y de inteligencia provea a los demás de medios e instrumentos sofisticados, más aún si éste resulta ser el mercado principal al que concurre la oferta de sustancias ilícitas.
El acuerdo se presenta, pues, como la consolidación de una estrategia binacional sin precedentes en la acción contra el trasiego de drogas. Sin embargo, si se consideran los grandes números, se verá que el compromiso estadunidense es muy inferior al que habrá de hacer el Estado mexicano y relativamente pequeño en relación con el gasto en seguridad ejercido por Estados Unidos. Según las cifras dadas a conocer por el embajador Sarukhán, nuestro país aportaría al menos 7 mil millones de dólares durante los primeros tres años, mientras Estados Unidos abonaría 500 millones a cuenta de un total de mil 400 millones de dólares etiquetados cuya disponibilidad dependería de la aprobación del Congreso. Más tarde, la Presidencia aclaró que eso corresponde al monto del proyecto de egresos 2008 que se pretende destinar a seguridad nacional.
No obstante, las dudas planteadas no se refieren tanto al monto o la calidad de los equipos requeridos, sino a una cuestión preliminar que el gobierno mexicano mantiene deliberadamente en la opacidad: el carácter de la lucha contra el narcotráfico y sus implicaciones sobre el resto del Estado. El problema está en si ese tipo de “combate” a la delincuencia, en el cual se involucra de manera destacada y permanente el Ejército y la Marina, es el más eficaz para reducir el tráfico y mantener en niveles “manejables” las cifras del consumo interno de drogas. Al respecto, la experiencia colombiana dice que no, pese a ciertos resultados positivos en algunas áreas, aunque no en las decisivas: producción de droga y resolución del conflicto armado, raíz y razón de ser de la intervención estadunidense. Pero, además, la Iniciativa Mérida no se limita a capacitar a los cuadros mexicanos en el uso de nuevas tecnologías aplicadas al narcotráfico, sino que el radio de acción se extenderá, como señaló la secretaria Patricia Espinosa, a tres áreas claves: lucha antinarcóticos, combate al terrorismo y administración de fronteras; seguridad pública y procuración de justicia, y el fortalecimiento institucional y aplicación de la ley. En otras palabras, los efectos de la Iniciativa Mérida se dejarán sentir en importantes campos de la vida pública.
La pretensión de separar la utilización de los recursos tecnológicos de los capacitadores, que a su vez son proveedores, parece una tarea difícil que lleva a otra pregunta: ¿hasta qué punto la suscripción de esta iniciativa tan importante es un planteamiento mexicano para atender graves carencias o, como se sospecha, representa una extensión de las políticas de seguridad nacional puestas en marcha por la Casa Blanca para librar la “guerra contra el terrorismo”? Es obvio que el gobierno mexicano debe despejar cualquier duda al respecto. Obligado a dar explicaciones satisfactorias sobre sus propósitos, debería aclarar ante el Congreso cuáles son las actividades de la DEA en nuestro país, por ejemplo, o reconocer cuál es el peso específico que tiene en la lucha contra el crimen organizado la al parecer muy fluida colaboración con las agencias estadunidenses.
Es difícil creer en la buena voluntad de nuestro poderoso vecino cuando ofrece tecnología y recursos para atacar el narcotráfico y, al mismo tiempo, construye el muro en la frontera con México, gesto prepotente e inamistoso como el que más. Cabe sospechar que bajo la venta de helicópteros y software, la verdadera preocupación de Estados Unidos sea sellar sus propias fronteras, convirtiendo a su socio mexicano en un solícito “caza inmigrantes” del sur latinoamericano o en el celador interno de sus desesperados emigrantes nacionales.
El Congreso deberá ser muy cuidadoso a la hora de examinar la puesta al día de esta estrategia; de no hacerlo con rigor y puntualidad, podrían quedar cabos sueltos que pudieran incidir en el ejercicio de los derechos humanos y, eventualmente, pese a lo dicho, a una merma real de soberanía. En cualquier caso, es vital que el Senado discuta y vigile el alcance de esos acuerdos.
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